Francesca y yo paseamos por las calles entre
personas que trotaban de aquí para allá con la ilusión de encontrar el regalo
perfecto. Las luces que decoraban los escaparates otorgaban a la tarde fría y
húmeda un poco de calidez. Y por si todo eso no fuera suficiente para dejar
claro que estábamos en Navidad, éramos acompañados por villancicos que tronaban
desde las tiendas y gritos de niños que correteaban ilusionados detrás de sus
papás. Miriam y José iban delante, inmersos en su conversación.
—¿No vas a decirme nada? —preguntó Francesca pasado
un rato.
—Creo que estoy demasiado congelado para hablar.
Francesca me señaló una cafetería a unos pasos de
nosotros. Asentí agradecido. Cuando quise alertar a Miriam y a José, Francesca
me agarró del brazo.
—No creo que nos vayan a echar de menos.
Entramos en la cafetería decorada como si de la casa
de Papa Noel se tratara, pero el olor a chocolate caliente me hizo perdonar la
cursilería. Nos sentamos al lado de una ventana y una camarera recogió nuestro
pedido a la vez que encendió una vela sobre nuestra mesa. Pedimos sendos
chocolates y el agradable calor de una chimenea artificial nos permitió
deshacernos de nuestros abrigos, bufandas, guantes y gorros, en fin, los diez
kilos que uno lleva encima en esta época del año.
—El otro día conociste a Giacomo, el hombre de la
foto —comenzó Francesca después de que nos sirvieran—. ¿Por qué nunca me
preguntaste quién es?
—No es asunto mío.
—¿Por eso preferiste entrar en mi oficina a
escondidas y coger la foto? —No contesté y Francesca sonrió resignada—. Quería
que me preguntaras, que tuvieras el valor de decirme lo que pensabas. Te habría
contado la verdad.
Bebí un sorbo del chocolate para darme tiempo a
preparar una respuesta.
—No se me dan muy bien los sentimientos. Tal vez
tuviera miedo a escuchar lo que me ibas a decir —dije.
Francesca calentó sus manos en la taza.
—¿No crees que cuando deseas algo debes tener el
valor de ir a por ello y no detenerte hasta obtener las respuestas que
necesitas? Solo así podrás saber si es mejor abandonar un imposible o luchar
por algo hermoso. —Me miró sin pestañear y añadió—: Sí, lo confieso, soy seguidora
de la filosofía de Paolo Coelho.
Nos reímos, pero la respuesta que necesitaba saber
no dejaba de hacerme cosquillas en el estómago. Cuando hubimos alargado la risa
todo lo que daba de sí, se produjo un silencio que ambos sabíamos debía romper
yo.
—¿Lo quieres? ¿Quieres a tu marido? —De su respuesta
dependía si abandonar o luchar, como ella bien había dicho. Creo que nunca
antes me hizo temblar tanto una espera. Francesca me miró largo rato a los
ojos, estaba seguro de que podía ver en ellos todo lo que sentía por ella desde
el mismo momento en que la había conocido. Cada sueño, cada esperanza, cada
anhelo. Me sentí desnudo ante ella, pero fuera cual fuese su respuesta, no me
arrepentía. Era sincero conmigo mismo y por fin tuve claro que eso me hacía
libre.
Francesca puso su mano cálida sobre la mía y su
sonrisa se amplió.
—Ya no. Hace tiempo que ya no lo quiero.
Estúpidas lágrimas, pensé. Sé un hombre, pensé. Pero
lo cierto era que ninguna táctica de despiste consiguió evitar que se me
humedecieran los ojos. Apreté su mano.
—Solo vino a pedirme el divorcio. Y me siento
aliviada de poder terminar por fin con una farsa que ya dura demasiado.
Sonreí. Me di cuenta de que todavía tenía agarrada
la mano de Francesca, y si bien ella no la apartaba, no tenía por qué
significar nada. Sus palabras eran alentadoras, pero no hablaban de mí.
Francesca debió notar mis dudas y negó con la cabeza.
—¡Dai,
cuánto trabajo por delante! ¿Es que no piensas invitarme a cenar, al cine o a
esquiar en Nebraska? Voy a pensar que no te intereso.
—Sabes que sí —me apresuré a decir.
Francesca se inclinó un poco sobre la mesa. Nunca
había tenido su sonrisa tan cerca.
—Magnífico, porque tú también me interesas a mí.
Las cuatro de la mañana. Froté las manos al salir de
la cama. La inspiración no pide cita y sé muy bien que más vale hacerle caso o
se enfurruña y te ignora hasta que le plazca. Tenía en mente la historia con la
que iba a despedirme de los relatos húmedos. Esa colección que alimenté durante
meses, y con la que no solo aprendí que existe vida sexual más allá de la
postura del misionario, sino que es posible el buen sexo en una pareja que se
ama. Me apetecía terminar mis entregas, que habían sido testigos de todos los
vaivenes de mi compleja vida sentimental, con una historia disparatada. Al fin
y al cabo, lo que había pretendido con mis historias era ofrecer a mis lectores
una visión abierta y entretenida de este mundo que en muchos aspectos seguía
siendo tabú. Me conformaba con haber provocado unas muecas de diversión y haber
aportado mi granito de arena a avivar la imaginación y fomentar la tolerancia.
Cuando regresé al dormitorio me detuve un instante antes
de volver a meterme entre las mantas. Francesca dormía plácidamente en mi cama.
Sentí erizárseme los pelos al contemplarla y comprender que la vida había
decidido sonreírme. Me sentía feliz, completamente feliz.
—Buongiorno,
bella.
Entreabrió los ojos y sonrió.
—Buongiorno,
caro.
La besé, me besó, y este relato húmedo me lo
reservo.
HISTORIAS HÚMEDAS
¿A QUÉ HAS VENIDO A NUEVA YORK?