El timbre sonó por enésima vez, y como lo seguí
ignorando, empezaron a aporrear la puerta.
—¿Qué queréis? —Le abrí a José y me arrastré
devuelta al salón. Ni siquiera me paré a pensar por qué venía acompañado de
Miriam.
—Es Navidad, ¿dónde quedó tu espíritu navideño? ¿Qué
haces aquí leyendo esta mierda filosófica? —José me quitó el libro de las manos
y lo lanzó sobre el sofá. Me pregunté si este sería por fin el momento en el
que le partiría la cara, pero Miriam se cruzó en mis planes.
—Llevas una semana ido. ¿Has olvidado que tienes un
relato que entregar? Menos mal que me tienes a mí para cubrirte las espaldas.
—Sabía que podía contar contigo —dije apático.
—Pareces una nena ahí encogido por el desamor
—espetó José.
Esta vez no tuve que imaginarme mi puño en su cara, ya
que Miriam le dio un golpe en el brazo.
—No te desanimes. —Las palabras de Miriam consiguieron
que alzara la mirada hacia ella. Sonreí con ironía.
—Hice el ridículo, Miriam. Sabía lo que había, y aun
así pensé que podía estar por encima de los hechos. ¿Por qué un hombre puede
ser tan ridículo cuando está enamorado?
—No eres ridículo —corrigió Miriam.
—Le dije que quiero enseñarle las luces de Navidad,
¡eso es muy ridículo!
—¡Por dios! —gimió José—. En eso tienes razón.
—Mira —dijo Miriam después de fulminar a mi amigo
con la mirada—, arréglate. Vamos a tomar
algo calentito, te esperamos abajo. Es Navidad, piensa que todo es posible.
Negué con la cabeza y los dejé marchar. Pero no
cerraron la puerta, y justo cuando me iba a levantar para cerrar de un portazo y
no volver a abrir hasta pasadas las fiestas, escuché el taconeo de unos zapatos
sobre el parqué.
—Estás hecho una miseria. —Francesca se asomó a la
puerta del salón. No sé cuánto tiempo pasamos así, mirándonos sin decir nada.
Posiblemente unos segundos, pero a mí me parecieron horas.
—Perdona, el relato se publicará a tiempo —dije tratando
de volver a la realidad. Mataría a Miriam y a José, de esta no se libraban.
—No vine por eso. Vamos a tomar algo.
—No creo que sea buena idea, Francesca. No creo que
me haga bien pasar tiempo contigo, yo…
—¿Vas a renunciar a tu puesto?
—No, claro que no, es solo que…
—Entonces te espero abajo. Tienes unas luces de
Navidad que enseñarme. —Se giró y me dejó ahí en el sofá, con la mirada anclada
en la puerta.
HISTORIAS HÚMEDAS
QUÉ GUSTO SER PERVERTIDO