Historias impresas y apuntes empezaban a expandirse
comiéndose el escaso espacio de mi despacho. Poco a poco me estaba haciendo con
un motín considerable de fantasías sexuales. Había optado por imprimir las más
destacables y ordenarlas por categorías. En la esquina derecha de la mesa
estaban las aventuras con extraños (sin duda el montón más significativo), en
la repisa de la ventana, junto al cacto mortecino, había apilado anécdotas diversas
de parejas, en el suelo había reunido una colección de orgías, y así
sucesivamente hasta dejarme el espacio justo para sentarme frente a mi
portátil.
Había decidido escribir sobre los pies, dado que
había recibido varias historias y fantasías sobre este tema. Me pareció curioso
que los pies tuvieran algo que contar en ese aspecto, nunca había reparado en
ellos con otro fin que no fuera el de mantenerme en vertical. Me quité los
zapatos, los calcetines y observé mis pies con otros ojos. Justo cuando reparé
en que no estaría mal cortarme las uñas, se abrió la puerta con estruendo. Margarita,
la chica de la limpieza, se quedó en el umbral mirando mis pies descalzos.
Luego me miró desconfiada, cerró la puerta y dejó la bayeta y el trapo sobre el
montón de las aventuras con extraños. Me incliné hacia delante para protestar,
pero ella me interrumpió:
—¿Sabes? Has conseguido ponerme cachonda con tus
historias de sexo.
La miré enmudecido y pestañeé nervioso.
—¿En serio? No sé si ese era el propósito de
escribir esta columna.
—¡Estás de broma! —refutó sin reparar en mi ironía—.
¿Por qué razón iba un hombre a escribir relatos eróticos si no es con intención
de ligar?
Era ciertamente un argumento absurdo. Margarita se
rio, cogió sus útiles y volvió a dejarme solo y confuso. Consideré un instante
volver a calzarme, pero ya que iba a escribir sobre la conexión entre el placer
y los pies, opté por quedarme así.
HISTORIAS HÚMEDAS