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28 diciembre 2014

Parte 18



Francesca y yo paseamos por las calles entre personas que trotaban de aquí para allá con la ilusión de encontrar el regalo perfecto. Las luces que decoraban los escaparates otorgaban a la tarde fría y húmeda un poco de calidez. Y por si todo eso no fuera suficiente para dejar claro que estábamos en Navidad, éramos acompañados por villancicos que tronaban desde las tiendas y gritos de niños que correteaban ilusionados detrás de sus papás. Miriam y José iban delante, inmersos en su conversación.
—¿No vas a decirme nada? —preguntó Francesca pasado un rato.
—Creo que estoy demasiado congelado para hablar.
Francesca me señaló una cafetería a unos pasos de nosotros. Asentí agradecido. Cuando quise alertar a Miriam y a José, Francesca me agarró del brazo. 
—No creo que nos vayan a echar de menos.
Entramos en la cafetería decorada como si de la casa de Papa Noel se tratara, pero el olor a chocolate caliente me hizo perdonar la cursilería. Nos sentamos al lado de una ventana y una camarera recogió nuestro pedido a la vez que encendió una vela sobre nuestra mesa. Pedimos sendos chocolates y el agradable calor de una chimenea artificial nos permitió deshacernos de nuestros abrigos, bufandas, guantes y gorros, en fin, los diez kilos que uno lleva encima en esta época del año.
—El otro día conociste a Giacomo, el hombre de la foto —comenzó Francesca después de que nos sirvieran—. ¿Por qué nunca me preguntaste quién es?
—No es asunto mío.
—¿Por eso preferiste entrar en mi oficina a escondidas y coger la foto? —No contesté y Francesca sonrió resignada—. Quería que me preguntaras, que tuvieras el valor de decirme lo que pensabas. Te habría contado la verdad.
Bebí un sorbo del chocolate para darme tiempo a preparar una respuesta.
—No se me dan muy bien los sentimientos. Tal vez tuviera miedo a escuchar lo que me ibas a decir —dije.
Francesca calentó sus manos en la taza.
—¿No crees que cuando deseas algo debes tener el valor de ir a por ello y no detenerte hasta obtener las respuestas que necesitas? Solo así podrás saber si es mejor abandonar un imposible o luchar por algo hermoso. —Me miró sin pestañear y añadió—: Sí, lo confieso, soy seguidora de la filosofía de Paolo Coelho.
Nos reímos, pero la respuesta que necesitaba saber no dejaba de hacerme cosquillas en el estómago. Cuando hubimos alargado la risa todo lo que daba de sí, se produjo un silencio que ambos sabíamos debía romper yo.
—¿Lo quieres? ¿Quieres a tu marido? —De su respuesta dependía si abandonar o luchar, como ella bien había dicho. Creo que nunca antes me hizo temblar tanto una espera. Francesca me miró largo rato a los ojos, estaba seguro de que podía ver en ellos todo lo que sentía por ella desde el mismo momento en que la había conocido. Cada sueño, cada esperanza, cada anhelo. Me sentí desnudo ante ella, pero fuera cual fuese su respuesta, no me arrepentía. Era sincero conmigo mismo y por fin tuve claro que eso me hacía libre.
Francesca puso su mano cálida sobre la mía y su sonrisa se amplió.
—Ya no. Hace tiempo que ya no lo quiero.
Estúpidas lágrimas, pensé. Sé un hombre, pensé. Pero lo cierto era que ninguna táctica de despiste consiguió evitar que se me humedecieran los ojos. Apreté su mano.
—Solo vino a pedirme el divorcio. Y me siento aliviada de poder terminar por fin con una farsa que ya dura demasiado.
Sonreí. Me di cuenta de que todavía tenía agarrada la mano de Francesca, y si bien ella no la apartaba, no tenía por qué significar nada. Sus palabras eran alentadoras, pero no hablaban de mí. Francesca debió notar mis dudas y negó con la cabeza.
—¡Dai, cuánto trabajo por delante! ¿Es que no piensas invitarme a cenar, al cine o a esquiar en Nebraska? Voy a pensar que no te intereso.
—Sabes que sí —me apresuré a decir.
Francesca se inclinó un poco sobre la mesa. Nunca había tenido su sonrisa tan cerca.
—Magnífico, porque tú también me interesas a mí.

Las cuatro de la mañana. Froté las manos al salir de la cama. La inspiración no pide cita y sé muy bien que más vale hacerle caso o se enfurruña y te ignora hasta que le plazca. Tenía en mente la historia con la que iba a despedirme de los relatos húmedos. Esa colección que alimenté durante meses, y con la que no solo aprendí que existe vida sexual más allá de la postura del misionario, sino que es posible el buen sexo en una pareja que se ama. Me apetecía terminar mis entregas, que habían sido testigos de todos los vaivenes de mi compleja vida sentimental, con una historia disparatada. Al fin y al cabo, lo que había pretendido con mis historias era ofrecer a mis lectores una visión abierta y entretenida de este mundo que en muchos aspectos seguía siendo tabú. Me conformaba con haber provocado unas muecas de diversión y haber aportado mi granito de arena a avivar la imaginación y fomentar la tolerancia.
Cuando regresé al dormitorio me detuve un instante antes de volver a meterme entre las mantas. Francesca dormía plácidamente en mi cama. Sentí erizárseme los pelos al contemplarla y comprender que la vida había decidido sonreírme. Me sentía feliz, completamente feliz.
Buongiorno, bella.
Entreabrió los ojos y sonrió.
Buongiorno, caro.
La besé, me besó, y este relato húmedo me lo reservo.

HISTORIAS HÚMEDAS
¿A QUÉ HAS VENIDO A NUEVA YORK?

21 diciembre 2014

Parte 17



El timbre sonó por enésima vez, y como lo seguí ignorando, empezaron a aporrear la puerta.
—¿Qué queréis? —Le abrí a José y me arrastré devuelta al salón. Ni siquiera me paré a pensar por qué venía acompañado de Miriam.
—Es Navidad, ¿dónde quedó tu espíritu navideño? ¿Qué haces aquí leyendo esta mierda filosófica? —José me quitó el libro de las manos y lo lanzó sobre el sofá. Me pregunté si este sería por fin el momento en el que le partiría la cara, pero Miriam se cruzó en mis planes.
—Llevas una semana ido. ¿Has olvidado que tienes un relato que entregar? Menos mal que me tienes a mí para cubrirte las espaldas.
—Sabía que podía contar contigo —dije apático.
—Pareces una nena ahí encogido por el desamor —espetó José.
Esta vez no tuve que imaginarme mi puño en su cara, ya que Miriam le dio un golpe en el brazo.
—No te desanimes. —Las palabras de Miriam consiguieron que alzara la mirada hacia ella. Sonreí con ironía.
—Hice el ridículo, Miriam. Sabía lo que había, y aun así pensé que podía estar por encima de los hechos. ¿Por qué un hombre puede ser tan ridículo cuando está enamorado?  
—No eres ridículo —corrigió Miriam.
—Le dije que quiero enseñarle las luces de Navidad, ¡eso es muy ridículo!
—¡Por dios! —gimió José—. En eso tienes razón.
—Mira —dijo Miriam después de fulminar a mi amigo con la mirada—, arréglate. Vamos  a tomar algo calentito, te esperamos abajo. Es Navidad, piensa que todo es posible.
Negué con la cabeza y los dejé marchar. Pero no cerraron la puerta, y justo cuando me iba a levantar para cerrar de un portazo y no volver a abrir hasta pasadas las fiestas, escuché el taconeo de unos zapatos sobre el parqué.
—Estás hecho una miseria. —Francesca se asomó a la puerta del salón. No sé cuánto tiempo pasamos así, mirándonos sin decir nada. Posiblemente unos segundos, pero a mí me parecieron horas.
—Perdona, el relato se publicará a tiempo —dije tratando de volver a la realidad. Mataría a Miriam y a José, de esta no se libraban.
—No vine por eso. Vamos a tomar algo.
—No creo que sea buena idea, Francesca. No creo que me haga bien pasar tiempo contigo, yo…
—¿Vas a renunciar a tu puesto?
—No, claro que no, es solo que…
—Entonces te espero abajo. Tienes unas luces de Navidad que enseñarme. —Se giró y me dejó ahí en el sofá, con la mirada anclada en la puerta.


HISTORIAS HÚMEDAS
QUÉ GUSTO SER PERVERTIDO

14 diciembre 2014

Parte 16



¿Puedo hablar un momento contigo? —Me asomé al despacho de Francesca. Llevaba puestas sus gafas de pasta negra y tecleaba concentrada sobre el portátil. Me indicó que entrara.
—Quiero explicarte lo de… lo de…
—Lo de Margarita —concluyó sin levantar la vista—. Francamente no soporto a las chismosas. Le he buscado trabajo en otro lugar. Así no estarás de mal humor.
—¿De mal humor? —repetí. Me sorprendió lo de Margarita, pero no me importó demasiado.
—La última vez que cenamos me pareció que te fuiste enfadado. Pensé que tenías problemas personales. ¿O fue porque no te gustó el restaurante?
Me asombró su capacidad de hablarme y escribir a la vez. Le aseguré que el restaurante había sido perfecto, pero me callé que había deseado no volver solo a casa.
—Tal vez si hubiéramos ido a otro sitio… —Esperó un momento antes de mirarme con una sonrisa.
—Te puedo llevar esta noche —brotó de mí ante mi propia sorpresa. Francesca aceptó.

La llevé a mi italiano favorito, consciente de que estaba poniendo en juego mi criterio. Pero Francesca alabó la comida y el buen ambiente. Supe que había acertado al ver que había conseguido trasladarla a su tierra natal. Empezó a bajar la guardia, a dejar a un lado su faceta de mujer infalible e intocable para convertirse en una Francesca despreocupada, y hacerme cómplice de las travesuras de sus recuerdos. Me sentí contagiado por su naturalidad y confianza, de modo que también yo me relajé y le redacté en tono humorístico que mi última relación seria había tenido lugar en un baño público. Nos reímos conscientes de que a ambos nos hacía falta tomarnos la vida de otra manera. Y mientras escuchaba con un enamoramiento embobado cómo su entusiasmo la hacía mezclar palabras italianas entre su discurso, me fijé en sus manos. Seguía sin ver anillo de compromiso, y aunque eso no significara nada, respiré hondo.
El vino había calentado nuestros cuerpos y nos protegía del gélido viento mientras acompañé a Francesca a su casa. Las calles húmedas reflejaban las luces navideñas expuestas en las viviendas. La gente estaba tranquila en sus hogares, pero yo no los envidiaba. Ya podía empezar a caer granizo, no iba a cambiar el cosquilleo que sentía. A medida que nos acercamos al destino se hizo palpable la tensión. Parecíamos estar en una de esas comedias románticas en las que se acercaba la hora de la verdad. ¿Conseguiría el chico besar por fin a la chica en la puerta? Nos reímos, nos dijimos las cuatro tonterías que proceden a una despedida, y sonó su móvil. Se disculpó cuando atendió la llamada, luego abrió el portal de su edificio y me dijo adiós con la mano. Igual que en las estúpidas películas me quedé mirando la puerta hasta que ya no tuve sensibilidad en el cuerpo.
Antes de acostarme le envié un mensaje diciéndole que lo había pasado muy bien, y que me gustaría enseñarle las luces navideñas de las que cada año presumía mi barrio. El sentimiento de que esa noche habíamos sido más que simples compañeros de trabajo me esculpió una sonrisa en la cara. Una sonrisa que me acompañó mientras alivié mi deseo debajo de las sábanas. Porque seamos sinceros: los hombres nos masturbamos a la hora de pensar en la mujer de la que estamos enamorados. La idea de que un hombre enamorado no consigue dormir en toda la noche es absurda, por mucho que las mujeres prefieran esta idea romántica.
Saqué dos cafés de la máquina. No quería ser un pesado ni hacer tan obvio mi entusiasmo, pero pensé que llevarle un café a Francesca sería una buena manera de comenzar el día. Me encaminé a su despacho cuando noté esa extraña sensación de cuando se detiene el tiempo. Seguí la mirada de los demás hasta toparme con la becaria. Junto a ella estaba un hombre moreno, vestido de forma desenfadada pero efectiva a juzgar por las miradas  anhelosas que despertaba.
—Buongiorno, posso parlare con Francesca Capresi?
La becaria lo acompañó al despacho de Francesca y cerró la puerta detrás de él. Yo seguí la escena impotente, con los dos vasos de café en la mano. No noté la presencia de Miriam a mi lado hasta que me quitó uno de los vasos.
—Muy amable, jefe —dijo y entró en mi despacho.


HISTORIAS HÚMEDAS
DE CONFESIONES Y SECRETOS 

07 diciembre 2014

Parte 15



—¡Me alegro por ti! Y por mí, ¡claro! —Miriam se abalanzó sobre mí para abrazarme. Así de feliz acogió la noticia de mi nuevo reto profesional y su herencia de los relatos húmedos. Un buen regalo de navidad.
—Podríamos salir a celebrarlo —propuse sin soltarla.
—Desde luego, aunque espero que no tengas en mente ir a una discoteca.
La aparté un poco. Su sonrisa traviesa confirmó mis sospechas, y puse los ojos en blanco.  
—No me puedo creer que Margarita…
—¿Qué esperabas? Esa mujer colecciona aventuras sexuales. Podría inspirarnos para un libro entero de relatos húmedos.
—¿A quién más se lo contó? —El pulso se me aceleró.
—No se habla de otra cosa en el baño de las mujeres. —Miriam se rió, pero al ver que a mí no me hacía gracia, añadió—: Tranquilo, ha tenido la decencia de no entrar en detalles. Solo se jacta de haberte seducido. No te preocupes, no creo que a Francesca le importen estos chismes.
Era lo que necesitaba oír, no obstante, me aparté para coger mi abrigo y asegurar:
—No me importa lo que piense Francesca. No le debo explicaciones. ¿Nos vamos?
Pero Miriam no se movió. Me miró con indulgencia.
—A ver, ¿qué pasó?
En ese instante comprendí que no solo había encontrado a una buena compañera de trabajo en Miriam, sino a una amiga. No solía abrir mi mundo interior a nadie, pero esa noche sentía que me vendría bien y que había dado con la persona adecuada.
—Vayamos a cenar —propuse—. Aunque sí que hay una cuestión que necesito saber de una vez por todas: la foto sobre el escritorio de Francesca… ¿Quién es?
Miriam metió las manos en los bolsillos de sus tejanos.
—Francesca no habla mucho de su vida privada.
—Es su marido, ¿verdad?
—Sí.

HISTORIAS HÚMEDAS
LA FIESTA DE PIJAMAS