Miriam no me había matado por haberla llamado a las
cuatro de la madrugada, Francesca no me había retirado la palabra por haber
entrado en su despacho para investigar sobre la foto del guaperas, y José no
había conseguido ligar con Francesca. Los relatos seguían vendiendo y los
lectores no paraban de mandarme sugerencias. Podía afirmar que las cosas no
iban del todo mal.
José acababa de salir de mi despacho. Había
intentado convencerme para salir el próximo fin de semana. Según él, tenía la
cabeza llena de chochitos que no estaban a mi alcance y había que pasar a la
acción con algo más tangible. Lo despedí con un “me lo pensaré” para sacármelo
de encima. Tener a José pululando por la editorial seguía poniéndome nervioso.
Uno nunca podía perderlo de vista.
Me encaminé hacia la máquina de café y me quedé
atónito. Me arrimé al corcho colgado en la pared, donde los compañeros anunciaban
un sinfín de tonterías, y ratifiqué mi teoría sobre mi amigo José. Ahí estaba
el tío, apoyado en la máquina de café en su pose de James Dean, mientras Miriam
daba pequeños sorbos de su vaso de plástico. Parecían mantener una conversación
amena a juzgar por las caras sonrientes. Decidí dar la vuelta y regresar a mi
despacho.
Diez minutos más tarde vino Miriam. Tenía las
mejillas sonrosadas y no dijo palabra cuando se sentó para atacar el montón de
historias sobre sadomasoquismo.
—Ten cuidado con José —le dije sin dejar de teclear
sobre mi portátil. Noté su mirada.
—¿Estás celoso? —bromeó.
Me reí sin ganas.
—Solo sé cómo es con las mujeres. No quiero que llenes
mi despacho con pañuelos que Margarita tendría que limpiar. Ya que implicaría
que pase más tiempo de lo deseado cerca de mí…
—Lo he captado —me interrumpió—. Y sé cuidar de mí
misma, gracias.
Una vez más se nos pasó el tiempo encerrados en mi
despacho, borrachos de tantas historias que no dejaban de repetirse. Acabamos
sentados en el suelo, uno enfrente del otro.
—Si lo próximo que leo no consigue sorprenderme, me
retiro por hoy —dije estirándome.
—Coincido. —Miriam alzó la vista y de pronto me
lanzó un folio—. Oye, ¿no te estarás excitando, marrano?
Noté que mi entrepierna iba por libre y empezaba a
despuntar debajo de la tela de mis chinos.
—¿Cómo quieres que no me excite leyendo esto: “Hola
periodista, escribe sobre el calabacín que le meto a mi novia cada día” —dije
en mi defensa.
—¡Pero qué ordinario! Espero que no se trate siempre
del mismo calabacín —se rió Miriam.
—¡Ahora dirás que tú no te excitas!
—No con eso.
Me acerqué para ver lo que estaba leyendo ella.
—“Me gusta imaginarme que un alienígena de quince
tentáculos me penetra por todos los orificios” —leí en voz alta. Nos miramos y
empezamos a reírnos, volvimos a mirarnos y nos besamos con tanta urgencia que
los papeles revolotearon pavoridos. Cogió mi cara entre sus manos sin apartar
los labios de los míos, y yo deslicé mis manos hacia sus pechos. Pero antes de
que pudiera meter la mano por debajo de su blusa, se apartó.
—No deberíamos hacer esto —dijo buscando
desesperadamente algo en lo que centrar su atención.
—No, no deberíamos. —Recogí unos folios para
ponerlos encima de mi regazo y ocultar mi calentón—. Estas historias las carga
el diablo.
Miriam volvió a reírse y se levantó.
—¿Qué tal si vamos a cenar? Ya estoy demasiado
cansada para seguir.
HISTORIAS HÚMEDAS
EL CATADOR DE MUJERES