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02 noviembre 2014

Parte 11



Miriam no me había matado por haberla llamado a las cuatro de la madrugada, Francesca no me había retirado la palabra por haber entrado en su despacho para investigar sobre la foto del guaperas, y José no había conseguido ligar con Francesca. Los relatos seguían vendiendo y los lectores no paraban de mandarme sugerencias. Podía afirmar que las cosas no iban del todo mal.
José acababa de salir de mi despacho. Había intentado convencerme para salir el próximo fin de semana. Según él, tenía la cabeza llena de chochitos que no estaban a mi alcance y había que pasar a la acción con algo más tangible. Lo despedí con un “me lo pensaré” para sacármelo de encima. Tener a José pululando por la editorial seguía poniéndome nervioso. Uno nunca podía perderlo de vista.
Me encaminé hacia la máquina de café y me quedé atónito. Me arrimé al corcho colgado en la pared, donde los compañeros anunciaban un sinfín de tonterías, y ratifiqué mi teoría sobre mi amigo José. Ahí estaba el tío, apoyado en la máquina de café en su pose de James Dean, mientras Miriam daba pequeños sorbos de su vaso de plástico. Parecían mantener una conversación amena a juzgar por las caras sonrientes. Decidí dar la vuelta y regresar a mi despacho.
Diez minutos más tarde vino Miriam. Tenía las mejillas sonrosadas y no dijo palabra cuando se sentó para atacar el montón de historias sobre sadomasoquismo.
—Ten cuidado con José —le dije sin dejar de teclear sobre mi portátil. Noté su mirada.
—¿Estás celoso? —bromeó.
Me reí sin ganas.
—Solo sé cómo es con las mujeres. No quiero que llenes mi despacho con pañuelos que Margarita tendría que limpiar. Ya que implicaría que pase más tiempo de lo deseado cerca de mí…
—Lo he captado —me interrumpió—. Y sé cuidar de mí misma, gracias.
Una vez más se nos pasó el tiempo encerrados en mi despacho, borrachos de tantas historias que no dejaban de repetirse. Acabamos sentados en el suelo, uno enfrente del otro.
—Si lo próximo que leo no consigue sorprenderme, me retiro por hoy —dije estirándome.
—Coincido. —Miriam alzó la vista y de pronto me lanzó un folio—. Oye, ¿no te estarás excitando, marrano?
Noté que mi entrepierna iba por libre y empezaba a despuntar debajo de la tela de mis chinos.
—¿Cómo quieres que no me excite leyendo esto: “Hola periodista, escribe sobre el calabacín que le meto a mi novia cada día” —dije en mi defensa.
—¡Pero qué ordinario! Espero que no se trate siempre del mismo calabacín —se rió Miriam.
—¡Ahora dirás que tú no te excitas!
—No con eso.
Me acerqué para ver lo que estaba leyendo ella.
—“Me gusta imaginarme que un alienígena de quince tentáculos me penetra por todos los orificios” —leí en voz alta. Nos miramos y empezamos a reírnos, volvimos a mirarnos y nos besamos con tanta urgencia que los papeles revolotearon pavoridos. Cogió mi cara entre sus manos sin apartar los labios de los míos, y yo deslicé mis manos hacia sus pechos. Pero antes de que pudiera meter la mano por debajo de su blusa, se apartó.
—No deberíamos hacer esto —dijo buscando desesperadamente algo en lo que centrar  su atención.
—No, no deberíamos. —Recogí unos folios para ponerlos encima de mi regazo y ocultar mi calentón—. Estas historias las carga el diablo.
Miriam volvió a reírse y se levantó.
—¿Qué tal si vamos a cenar? Ya estoy demasiado cansada para seguir.



HISTORIAS HÚMEDAS
EL CATADOR DE MUJERES



¿Alguna vez se han preguntado quiénes son los profesionales más afortunados? Pensarán en los futbolistas, por eso del dinero; tal vez en los cantantes o actores, por eso de la fama. Pero ¿y si les dijera que el profesional más feliz es un masajista? Después de haber leído la siguiente historia, tengo claro que me he equivocado de profesión.

Me divorcié hace cinco años, y aunque no echo de menos la rutina insufrible de la vida junto a mi marido, sí me afecta la soledad. Tengo muy buenas amigas que no cesan de animarme, y trato de agradecérselo aceptando ir a las salas de fiestas los sábados por la noche,  incluso cuando prefiero estar acostada en mi cama leyendo un buen libro. A mis casi cincuenta años me he vuelto muy selecta y desconfiada, ya no soy esa mujer entregada a su marido. Ahora quiero disfrutar de la vida, sin ataduras.
Clara, mi amiga más conservadora, se empeña en buscarme un sustituto para volver al club de las casadas cuanto antes. Trata de presentarme a todo hombre con el que nos cruzamos en esas salas repletas de divorciados bailando al ritmo de Chayanne. Pero yo no me veo con ninguno de ellos, más que nada porque se pasan toda la noche despotricando sobre sus ex-mujeres, y cuando intento despedirme me sueltan frases como: Tienes muy buenas tetas, ¿quieres que te lleve a casa?
Teresa, por el contrario, pretende atraparme para su propio club, el de las solteras orgullosas con ganas de marcha. Cualquier hombre que hable más de diez minutos es una pérdida de tiempo, según ella. Me presenta a jovencitos, que estoy segura, superan la mayoría de edad desde hace apenas unos meses. Pero a ella se le ve feliz, y aunque me río y rechazo unirme a sus aventuras, supongo que la envidio.
Una tarde nos encontrábamos tomando café en mi salón. Estaba dispuesta a pasar un buen rato en cuanto comenzaran a jugar a ser el angelito y el diablillo. Una tratando de convencerme de volver a asentar cabeza, la otra hablándome del vigor de un pene que no alcanza los treinta años. Pero esa tarde las encontré extrañas, como si compartieran un secreto que las hacía muy felices y estuvieran ansiosas por compartirlo conmigo.
—¿Cuánto tiempo hace que no tienes sexo? Y no me refiero al sexo con el vibrador que guardas en el cajón—me preguntó Teresa echando dos terrones de azúcar a su café.
—No, así no, Tere. —La cortó Clara antes de que pudiera encontrar algo que responder—. La pregunta más adecuada es: ¿Cuánto tiempo llevas sin darte un capricho?
Tere puso los ojos en blanco pero no objetó. Yo las miré sin poder reprimir una sonrisa.
—¿Qué estáis tramando?
—Queremos hacerte un regalo —continuó Clara juntando las manos en un  escueto aplauso.
—Te hemos cogido cita con Carlo, un masajista recién descubierto y aclamado por todas las mujeres de la ciudad—aclaró Tere cruzando las piernas.
—¿Un masajista llamado Carlo? Creo que no me inspira demasiada confianza.
—Este te va a gustar —aseguró Clara. La miré desconfiada, Clara no solía demostrar tanto entusiasmo por los hombres que no fueran su marido. Tenía que tratarse de un guaperas sin igual.
—¿Un tío de estos cachas que no dejará de exhibir sus musculitos mientras finge ser experto en aliviar mi lumbalgia? No, gracias.
—¿Tienes idea de lo difícil que fue concertar una cita con él? —me preguntó Tere—. Hay una lista de espera de aquí a Guadalajara, amiga.
—Oh venga —insistió Clara—. Deja que te hagamos este regalo. Sabes que nunca estoy de acuerdo con Tere, pero Carlo te dejará como nueva.
Me encogí de hombros, tomé un sorbo de mi café y accedí. Un masaje me vendría bien. 
—Hay un pequeño detalle —dijo Tere de pronto—, cuando ya lleve un rato con el masaje tienes que preguntarle por tu sabor.
—¿Qué? —Busqué ayuda en Clara, ya que estaba convencida de que Tere se había vuelto loca.
—Tiene un sentido muy sencillo —aclaró Clara con esa sonrisa que no dejaba de ponerme nerviosa—. Le preguntas: ¿Cuál es mi sabor? y él te lo dice. Carlo tiene un don, algo parecido al protagonista de la novela El perfume, pero con el sabor.

Un par de días después estaba tumbada en la camilla de una coqueta habitación que olía a esencias embriagadoras. Había obligado a Tere y a Clara a venir conmigo, y ahora me estaban esperando en la pequeña sala de espera. Carlo era, efectivamente, un tío cachas. Y lo único que deseaba yo era que su fama no se debiera únicamente a su agraciado aspecto.  No me inspiraba mucho que la habitación estuviera escasamente iluminada, como para una cita romántica,  pero traté de convencerme de que eso proporcionaba más relax. Ciertamente, no iba a preguntarle por mi sabor a Carlo, pero a mi cuerpo le apetecía relajarse y disfrutar del masaje. 
—Debe quitarse toda la ropa —oí que decía Carlo al entrar en la habitación—. Debo masajearle también las nalgas. La ropa solo entorpece el flujo de la energía.
Así que, además de cachas y guapo, era un gurú del New Age. ¿Por qué me había dejado convencer para esto? Obedecí dejando mis bragas sobre el taburete al lado de la puerta, y volví a tumbarme rápidamente bocabajo sobre la camilla para no exhibir mi completa desnudez. Pero Carlo estaba ocupado manejando su MP3. El ambiente quedó armonizado con una suave música que, estaba segura, me dejaría dormida.
Carlo se acercó y tuvo la decencia de taparme el trasero con una toalla. Estar ahí desnuda y tumbada me había proporcionado unas cosquillas molestas en mi intimidad y no sabía si Carlo podía percibirlo. Por el momento lo escuché frotarse las manos y un olor a menta me ayudó a respirar tranquilamente. Noté sus manos en mi espalda y me dejé llevar.
Él no dijo palabra alguna mientras forcejaba con mis tensos músculos. Sus manos eran suaves y se deslizaban por mi piel dejando una estela de agradable calor. Estaba completamente relajada y feliz. Hasta que me quitó la toalla y empezó a masajearme las nalgas. Jamás había llegado hasta ese punto de intimidad con un masajista, pero dado lo placentera que era la sensación, volví a relajarme. Traté de convencerme de que el hecho de que sus manos estuvieran tan cerca de mi sexo formaba parte de su terapia. Yo solo tenía que ignorar el latido insistente y la creciente humedad. Sus manos bajaron por mis piernas para subir otra vez hasta mis nalgas. Se detenían justo a tiempo, pero mi cuerpo no dejaba de desear que siguieran más allá de lo permitido. Me removí incómoda, y Carlo insistió con sus pulgares en el límite de mis nalgas. Sentí escalofríos.
—¿Cuál es mi sabor? —¡Por dios! ¿Esa voz sensual y deseosa, había salido de mí?
Carlo se detuvo un momento. Consideré que podía tratarse de una clave para finalizar el masaje, pero nada más lejos de la realidad. Me abrió las piernas y pasó un par de dedos por mi humedad. Di un respingo y me di la vuelta. Lo vi catando mi esencia. La escena sería terriblemente absurda de no ser porque estaba tan excitada que permanecí ahí tumbada ofreciéndole mis piernas abiertas y mis pechos al aire.
—Tu sabor —dijo sin dejar de mirarme mientras su mano fue subiendo lentamente por el interior de mis piernas— es de mujer divorciada sin probar polla de hombre desde hace demasiado tiempo. Sabes a látex, a insatisfacción. Sabes a deseo incontrolable, a necesidad desesperada.
—¿Cómo te atreves? —pregunté sin moverme. Sus manos alcanzaron mis pechos y los apretaron con decisión. Gemí a mi pesar.
—¿No querías conocer tu sabor? Pues es ese. Pero no te preocupes, tienes cura.  
—¿Ah, sí? —sus manos seguían masajeando mis pechos y reprimí las ganas de cogerle el pene a ese engreído—. ¿Y si te equivocas?
Carlo se rió, bajó una mano hacia mi sexo y empezó a torturarme con lentas caricias. Echó más aceite, como si mi humedad no fuera suficiente ya, y acarició los labios de mi vagina. Satisfecho con mis gemidos, empezó a jugar con el clítoris. Me retorcí, pero no me dio tregua. Le ofrecí mi cuerpo, loca por sentirlo dentro de mí. Pero Carlo me sujetó sobre la camilla con una mano mientras la otra me provocaba múltiples orgasmos. Cuando estuve exhausta, se apartó. Se llevó una mano a la boca y me guiñó un ojo.
—Mejor, ya sabes mucho mejor. Te espero dentro de dos semanas.

—Mira qué sonrosada nos vuelve. Deduzco que el masaje ha ido muy bien. —Tere puso a un lado la revista que estaba leyendo y se levantó para coger el abrigo. Clara me miraba con esa recién adquirida sonrisa, y supe al instante que ella ya conocía de sobras cuál era su sabor. Salimos a tomar un café al Starbucks. Tenía una energía que hasta me daba vértigos. Nos reímos como adolescentes, seguras de que las buenas amigas siempre saben lo que a una le hace falta.

Nota: Lo lamento, señoras, no dispongo del número de teléfono del tal Carlo.

Por A. B.

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