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21 diciembre 2014

Parte 17



El timbre sonó por enésima vez, y como lo seguí ignorando, empezaron a aporrear la puerta.
—¿Qué queréis? —Le abrí a José y me arrastré devuelta al salón. Ni siquiera me paré a pensar por qué venía acompañado de Miriam.
—Es Navidad, ¿dónde quedó tu espíritu navideño? ¿Qué haces aquí leyendo esta mierda filosófica? —José me quitó el libro de las manos y lo lanzó sobre el sofá. Me pregunté si este sería por fin el momento en el que le partiría la cara, pero Miriam se cruzó en mis planes.
—Llevas una semana ido. ¿Has olvidado que tienes un relato que entregar? Menos mal que me tienes a mí para cubrirte las espaldas.
—Sabía que podía contar contigo —dije apático.
—Pareces una nena ahí encogido por el desamor —espetó José.
Esta vez no tuve que imaginarme mi puño en su cara, ya que Miriam le dio un golpe en el brazo.
—No te desanimes. —Las palabras de Miriam consiguieron que alzara la mirada hacia ella. Sonreí con ironía.
—Hice el ridículo, Miriam. Sabía lo que había, y aun así pensé que podía estar por encima de los hechos. ¿Por qué un hombre puede ser tan ridículo cuando está enamorado?  
—No eres ridículo —corrigió Miriam.
—Le dije que quiero enseñarle las luces de Navidad, ¡eso es muy ridículo!
—¡Por dios! —gimió José—. En eso tienes razón.
—Mira —dijo Miriam después de fulminar a mi amigo con la mirada—, arréglate. Vamos  a tomar algo calentito, te esperamos abajo. Es Navidad, piensa que todo es posible.
Negué con la cabeza y los dejé marchar. Pero no cerraron la puerta, y justo cuando me iba a levantar para cerrar de un portazo y no volver a abrir hasta pasadas las fiestas, escuché el taconeo de unos zapatos sobre el parqué.
—Estás hecho una miseria. —Francesca se asomó a la puerta del salón. No sé cuánto tiempo pasamos así, mirándonos sin decir nada. Posiblemente unos segundos, pero a mí me parecieron horas.
—Perdona, el relato se publicará a tiempo —dije tratando de volver a la realidad. Mataría a Miriam y a José, de esta no se libraban.
—No vine por eso. Vamos a tomar algo.
—No creo que sea buena idea, Francesca. No creo que me haga bien pasar tiempo contigo, yo…
—¿Vas a renunciar a tu puesto?
—No, claro que no, es solo que…
—Entonces te espero abajo. Tienes unas luces de Navidad que enseñarme. —Se giró y me dejó ahí en el sofá, con la mirada anclada en la puerta.


HISTORIAS HÚMEDAS
QUÉ GUSTO SER PERVERTIDO


El psicoanálisis está irremediablemente ligado al médico y neurólogo Sigmund Freud y su teoría sobre las consecuencias de la represión sexual. Para el psicoanalista Eduardo Gómez esta teoría había quedado anticuada. No creía que todas las incoherencias de la mente estuvieran ligadas a impulsos instintivos reprimidos. Pero el bueno de Freud no se deja desterrar tan fácilmente de las consultas de los psicoanalistas.
Amaya se acomodó en el diván a la espera de comenzar la terapia. Eduardo atenuó las luces y bajó el volumen de la música de Schubert hasta convertirla en un agradable susurro de fondo. Luego cogió su libreta y se sentó en el sillón que quedaba en la cabecera del diván. Doctor y paciente compartían la vista sobre un cuadro de Kandinsky compuesto por agradables y relajantes tonos azules. Era la primera vez que la mujer acudía a su consulta, y aunque en la primera cita no solía sentar a nadie en su diván, había decidido hacer una excepción. La mujer le había relatado un poco por encima que se sentía muy desanimada y que la culpa la tenía su pareja. Era un claro caso de baja autoestima, y no hacía falta perder más tiempo con formalismos.
—¡Me ha dejado! —explotó Amaya antes de que Eduardo terminara de cruzar las piernas.
—¿Y cómo te hace sentir eso? —Una pregunta absurda, que no tardó en provocar una reacción a medida.
Amaya se puso en pie de un salto y comenzó a gesticular:
—Que ¿cómo me hace sentir? ¡Más vale que no vuelva a aparecer delante de mí o le corto su ridícula pollita en trozos aún más ridículos!
Eduardo se encogió un poco en su sillón y trató de sonreír. Amaya suspiró y volvió a tumbarse.
—Lo lamento, doctor. Pero la verdad es que se ha comportado como un cobarde.
—Explícame eso.
—Se siente intimidado por mí, ¿sabe? Me llama viciosa solo porque me apetece hacer el amor a menudo. ¿Usted piensa que eso es malo? —Amaya se sentó para poder ver al doctor a los ojos. Su mirada  reflejaba un mar de dudas. Los labios de Eduardo temblaron.
—Nos llevaría demasiado tiempo definir lo que entiende cada uno por “malo”. Cuándo dices a menudo…
—Ay, no sé… ayer lo hicimos cinco veces.
Eduardo se atragantó y tosió incómodo.
—Bueno, puede que algunas veces más…
—Mucho mejor. —Asintió Eduardo y carraspeo.
Amaya desvió la mirada y sonrió como si estuviera en un mundo de fantasía.
—Me gusta sentir la fuerza de un hombre dentro de mí. Sentir que sus manos juegan con mis pechos, su lengua…
—Sí, creo que me hago una idea, Amaya.
—¿Sabe lo que me ha dicho, doctor?
—No tengo ni idea. —Eduardo se movió incómodo en su sillón. Los pantalones le apretaban más de lo normal.
—Me dijo que no podía confiar en mí, que era posible que lo engañara con otros. ¿No le parece estúpido?
—Nos llevaría demasiado tie… Sí, tremendamente estúpido. ¿Lo has engañado?
Amaya lo miró sorprendida.
—¡Doctor, claro que no! Yo lo quería, bueno… tampoco demasiado. Me llegó a decir que mis pechos tendían a ser pequeños. ¿Usted piensa que son pequeños, doctor? —Amaya se levantó y echó el busto hacia delante. Los pequeños botones de su blusa intentaron salirse de los ojales.  
Eduardo descruzó las piernas y apretó la libreta contra el libre albedrío de sus genitales. Amaya interpretó su silencio como una duda y empezó a desabrocharse la blusa.
—Así las verá mejor.
Eduardo levantó las manos para taparse la visión, pero le pareció que no era lo más oportuno para tratar de restarle importancia.
—No hace falta que…
Pero Amaya ya estaba en sujetador y se alzaba los pechos para hacerlos parecer más resultones.
—¿Le parecen pequeños? Dígamelo sin miedo.
—Me parecen perfectos. Puedes volver a vestirte.
Amaya obedeció mientras seguía hablando distraída:
—Creo que simplemente no me merece. ¡Hasta se metió con mi manera de gemir!
—No me lo puedo creer. —Eduardo apoyó el codo en el apoyabrazos y se llevó una mano a la frente.
—Ah, ah, ahhhhhh. ¿A que no es tan terrible, doctor?
Eduardo se tapó la boca con la mano sin dejar de mirar a la mujer. Era mejor no decir nada. Pensó en sus amigos, incluso en sus enemigos, ¿de quién podría haber sido la idea de esta broma? Amaya seguía gimiendo, esperando su aprobación. ¿Podría tratarse de una trampa ingeniada por su exmujer para justificar su propia infidelidad?
—Está bien, Amaya, muy bien. Nunca he oído unos gemidos más sinceros. Puedes parar.
—Lo noto un poco alterado, doctor.
—En absoluto. —Eduardo estuvo tentando de ir al baño para desahogarse, pero de pronto se sintió tremendamente pervertido. Le apetecía hacer algo arriesgado. Le apetecía deshacerse por un rato de su imagen de hombre respetable, afable y correcto. La sola idea de no comportarse como se esperaba de él, le proporcionó un subidón concentrado enteramente en su entrepierna—. ¿Y con tu modo de practicarle una felación? ¿No la ha criticado?
Amaya lo miró sorprendida.
—¡Sí! ¿Cómo lo sabe?
—Pura intuición. —Eduardo dejó caer la libreta al suelo. Ya no le importaba mostrarle la excitación que ocultaba debajo de sus pantalones.
—Nunca ninguna pareja me ha dicho que no le gusta mi manera de hacérselo. ¡Me la meto toda!
Eduardo enarcó una ceja.
—¿En serio?
—¿Lo duda? —Amaya parecía ofendida.
—Puede. Los hombres somos muy exigentes con esto de la felación —mintió.
—Le aseguro que ningún hombre ha quedado insatisfecho conmigo.
Eduardo sonrió. Ya casi la tenía donde quería. Pero quiso más, quiso saber hasta dónde podía llegar. Le fascinó su propio comportamiento, la fuerza de su instinto primitivo que le hacía maquinar un plan para seducir a esa mujer.
—No puedo hacerme una idea sobre ello, tendré que hacer que te creo. Pero te propongo otra cuestión. —Se levantó y la guió con suavidad hasta su mesa—. ¿Cómo inicias un  encuentro sexual? Imagínate que él llega a ti por detrás. —Amaya apoyó sus manos en el  escritorio y Eduardo se le acercó hasta rozar su espalda y sus nalgas—. ¿Cómo reaccionarías?
—Doctor —susurró Amaya sin apartarse—, creo que está un poco excitado.
Él le acercó la entrepierna y empezó a frotarla contra su cuerpo.
—Solo pretendo que esto sea lo más realista posible, ¿no te parece?
Amaya cogió las manos del doctor y las plantó sobre sus pechos mientras acompañaba los movimientos del doctor. Fascinante, pensó Eduardo, también ella anteponía el deseo a la razón. 
—En ese caso, le diría que me toque los pechos, que meta sus manos debajo del sujetador  y me bese el cuello.
Eduardo obedeció a todas sus exigencias.
—¿Y luego? —jadeó.
—Luego le diría que se baje los pantalones.
Amaya le practicó una felación.
—Ahora sí puedo asegurar que no has mentido —dijo Eduardo sonriendo, impaciente porque terminara la faena y lo dejara deleitarse en ese estado de perversión. Pero Amaya se apartó con una sonrisa tan lujuriosa como la suya.
—Y ahora le diría que se ponga un condón y me haga muy feliz.
Eduardo dio las gracias por ese paquetito olvidado en el cajón de su escritorio, por fin cambiaba el “por si acaso” por un “sí, dios mío, gracias”.
—Doctor, ¿cree que me estoy curando del mal de amores? — Amaya y el escritorio se movían al ritmo de los golpes de Eduardo.
—Unos segundos más… y estarás como nueva.
—Ya sabía yo que era una buena idea venir, doctor.
Eduardo notaba la inminente liberación. Agarró los pechos de Amaya sin dejar de empujar desde atrás. Iba a disfrutar hasta el último momento de su recién descubierta perversión. Amaya gemía feliz. Eran dos cuerpos entregados al mutuo placer, a la satisfacción de sus instintos, y qué gratificante era simplemente dejarse llevar, aunque solo fuera por un instante.
¿Qué pensaría Sigmund Freud de todo esto?, se preguntó Eduardo cuando puso los ojos en blanco.



Por A. B. 

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