Cuando mi jefe me dijo que era necesario escribir unos
artículos que dieran un empujoncito al magazine para el que trabajo no supe muy
bien sobre qué escribir. Pero después de aquella tarde en la que se había
dejado abierto el micrófono de su despacho y todos escuchamos sus jadeos
mientras se beneficiaba a la chica de la limpieza, se me ocurrió escribir sobre
algo que a todos nos mueve: el sexo.
Al proponerle escribir pequeñas historias sobre
fantasías y experiencias sexuales, que recogería bajo el título de Historias Húmedas, me miró con sus ojos saltones durante unos
segundos en los que temí me iba a devolver a la sección de deportes, pero se
encogió de hombros dejándome hacer. Me propuse escribir sobre todo tipo de
fantasías y experiencias sin el molesto pitido que tapa las palabras subidas de
tono. Con el fin de recoger estas historias pregunté a mis conocidos, e hice
correr la voz en mi blog personal, esperando que pronto se me inundara el
despacho de sofocos que quisieran ser contados en mi columna dominical. Pero después de una semana mirando el buzón
de entrada de mi correo electrónico, el único que acudió a mi llamada fue mi
amigo José. A él le debo, pues, mi estreno en el periodismo erótico. Escribí la
primera historia tal cual me la ha contado y asegurado que había acontecido,
aunque me pareció interesante escribir desde el punto de vista de esa mujer a
la que, por mera intuición, me imaginaba
feliz por haber sido sustraída de su monótona vida sexual.
HISTRORIAS HÚMEDAS
EL CHANDAL Y EL ASCENSOR
EL CHANDAL Y EL ASCENSOR
A ella no le solían gustar tan musculosos, vestidos
con chándal ni tan jóvenes, aunque todas sus amigas asegurarían que se trataba
de un tipo atractivo con el que olvidarse por un rato del estrés. Lo miró de
soslayo mientras el ascensor bajaba los treinta y dos pisos del edifico. Había
tenido un día difícil en la oficina y no deseaba otra cosa que llegar a su
apartamento para darse un placentero baño de espuma y ponerse alguna comedia
romántica en el DVD.
Suspiró y apartó la mirada cuando el hombre la miró.
Se preguntó qué se le habría perdido en un lugar plagado de abogados vestido de
esa manera. Ese chándal gris ratón era lo suficientemente grande como para
hacerla desaparecer en él, sin embargo marcaba fielmente todo los bultos de los
que presumía el hombre.
El ascensor se detuvo y salieron dos abogados
vestidos de Armani, dejándola a solas con el deportista.
—Perdone, ¿me estaba mirando el paquete? —le
preguntó cuando las puertas se volvieron a cerrar.
Ella lo miró desconcertada, a punto de sufrir un
sofoco.
—¿Cómo dice?
El joven se le acercó.
—Le preguntaba si me estaba mirando mis partes.
Ella retrocedió hasta sentir la fría pared del
ascensor. El corazón le latía con fuerza haciendo que sus pechos se agitaran traicioneramente
debajo de su camisa blanca.
—¡Claro que no! —logró decir, pero sus ojos eran
incapaces de abstraerse de la mirada del hombre. La miraba con deseo y con una
sonrisa que denotaba que sabía que ella le estaba mintiendo.
—¿Seguro? Está muy tensa. Parece que necesita algo
de diversión —dijo y rozó su falda de tweed marrón con una mano fuerte y
decidida.
Ella se mordió el labio inferior y él sonrió con
picardía. Y no supo muy bien cómo ocurrió, pero de pronto el hombre de chándal
se encontró arrodillado a sus pies. Le levantó la falda con rapidez y escondió
su cara en la tela que tapaba su triángulo secreto. Ella dejó caer su maletín
para agarrar al desconocido por la cabellera y apretarlo con fuerza contra su
sexo húmedo. Él le agarró las nalgas, las apretó y magreó con sus dedos largos
que pronto se perdieron en aquella ranura.
Ella se debatía entre el deseo de que no se detuviera hasta llegar al
final y el pánico de que se abriera la puerta del ascensor y la descubriera su
jefe con las bragas enganchadas en los zapatos de tacón.
Aquel desconocido era un bruto hablando, pero sabía
emplear su lengua con maestría. En efecto, ese músculo cálido y húmedo jugueteaba
en su intimidad y absorbía con urgencia el néctar que fluía sin control. Cuando
por fin se le nubló la vista no fue quien de retener un grito liberador. Y en
ese momento le dio igual que pudiera sonar por todo el edificio. El orgasmo la
dejó temblando.
—Un placer, por lo visto —dijo el hombre mientras se
revolvió el pelo sin dejar de sonreír. Le
guiñó un ojo justo antes de que la puerta del ascensor se abriera para dejarlo
desaparecer. Ella apretó enérgicamente el botón para volver a cerrar la puerta
y subir a un piso cualquiera. Necesitaba tiempo para volver a subirse las
bragas y, sobre todo, para recuperar la respiración y el equilibrio. Le entró
la risa floja. Era la primera vez que le sucedía algo así. Recogió su maletín,
se alisó la falda y el pelo, y saludó educadamente a compañeros de trabajo
desconocidos que entraron al ascensor cuando ella salió en la planta baja.
Por A. B.
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