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06 septiembre 2014

Parte 2



Después de haber publicado la primera historia, mi blog se animó tímidamente con nuevas aportaciones. Algunos testimonios me resultaron interesantes, otros no dejaban de ser demasiado cotidianos. Yo buscaba algo que me removiera por dentro, algo que lograra sorprenderme y, en consecuencia, llamar la atención de mis lectores.  
Fui hasta la máquina de café al final del pasillo y me saqué un descafeinado. Estaba pensando sobre cuál de las historias escribir cuando sentí la presencia de mi jefe. Supe que era él, no a raíz de haber desarrollado un sexto sentido, sino porque se delataba él solo con su inconfundible olor a Varon Dandy.
—¿Vas a seguir en esa línea? —me preguntó con las manos jugueteando con los tirantes de su pantalón.
—Sí —contesté aguantando el dolor por haberme quemado la lengua con el café. Me miró durante unos segundos que me hicieron subir las lágrimas a los ojos. Cuando se fue saqué la lengua y jadeé para aliviarme.
—¿Cómo se te ocurrió escribir sobre sexo?
Volví a guardarme la lengua y sonreí como pude. Al parecer Miriam era la única que no había escuchado la escena del jefe con la chica de la limpieza. Pero no iba a ser yo quien la pusiera al tanto. Enarqué las cejas y dije:
—Me gusta probar terrenos nuevos.
Ella se sacó un café extra largo de la máquina y me sonrió antes de irse:
—Pues ya era hora. Eres un poco mayorcito para estrenarte, ¿no crees?
Me encerré en mi despacho, dispuesto a pasarme la tarde en busca de mi próxima historia. Entonces la vi, latente en mi buzón de correo. Y me pareció tan fresca y absurda, que no vi la necesidad de añadirle nada más.

HISTORIAS HÚMEDAS
PALABRAS DE UNA VAGINA

Mi vagina habla. Desde que a los 17 años descubrió el sexo no ha dejado de hacerlo. No constantemente, claro, pero cada vez que ve a un hombre atractivo o cuando le acerco mis dedos, habla. Anda que no he pasado apuros al principio, ya que no la puedo controlar, no puedo hacerla callar. Pero ahora, después de más de veinte años escuchando todo tipo de pareceres, ya no me inquieto. La dejo hacer. A fin de cuentas, ella sabe mejor que nadie lo que nos gusta.
Disfruto con ir en autobús a esas horas cuando está repleto de universitarios. Yo sigo estando de muy buen ver y el asiento a mi lado nunca va vacío. Después de las tímidas miradas, la típica sonrisa tonta, empieza el juego.
¿Te gustaría comerme?
El chico me mira sorprendido y yo me encojo de hombros:
—No he sido yo, ha sido ella. —Señalo hacia mis piernas ligeramente separadas. Siempre llevo faldas, facilita mucho las cosas.
La primera reacción suele ser una mirada incrédula. Algunos se giran haciendo oídos sordos, demasiado tímidos o todavía ilusionados con el amor, pero la mayoría acepta la invitación.
Este juego me divierte bastante, y vamos ampliando la zona de “caza”, como le gusta llamarlo a mi vagina: en los supermercados, aprovechando que me acercan una lata de tomate que queda demasiado alta, en la gasolinera mientras meten la pistola en el tanque de combustible o en el ginecólogo.
Sí, ¿qué mujer no ha tenido fantasías sexuales con el hombre que está en íntimo contacto con su sexo? Es muy simple. Yo siempre voy por lo privado y me aseguro, antes de acudir, que ese hombre es capaz de hacer hablar a mi vagina. Con la excusa de que tengo algo demasiado privado que contarle hago salir a esas incómodas enfermeras, y me quedo a solas con él.
—Lo lamento, doctor, pero no quiero que nadie más sepa esto, es un tema demasiado íntimo y muchas mujeres no me entienden —digo mientras me siento en la silla y apoyo las piernas. Mientras el doctor se pone los guantes blancos siento que mi vagina está a punto de soltar un discurso. Admitámoslo, esa postura invita a ello.
—No se preocupe. ¿Qué le ocurre? —pregunta tratando de tranquilizarme con una sonrisa. Pero la verdad es que su aspecto de motero rebelde confinado en el papel de médico serio solo logra acelerar mis latidos. Cuando se inclina sobre mi sexo húmedo, le lanzo mi “problema”.
—No vaya a pensar que estoy loca, doctor, pero mi vagina habla.
Lo veo asomarse por entre mis piernas con el ceño fruncido.
—¿Qué quiere decir exactamente?
Me inclino hacia delante para cogerle la cabeza rasurada y la acerco a mi sexo.
—Quiero decir que dice guarrerías, doctor. ¿No la escucha?
Fóllame, tonto, ¿a qué esperas para llenarme?
—¿Lo escucha o no? —insisto notando su aliento acelerado sobre mi piel.
Él me mira con pupilas dilatadas y tragando saliva constantemente.
—Creo… que sí. Es asombroso. Nunca había visto cosa igual.
Me vuelvo a inclinar hacia atrás y le sonrío.
—Ya se lo dije, doctor. —Luego miro desafiante hacia ese bulto que amenaza con romperle el pantalón blanco impoluto—. ¿Y su pene, doctor? ¿También habla?
Él se baja los pantalones con un único movimiento y no me decepciona el miembro que se balancea liberado.
—Pues… hasta ahora no lo había escuchado, pero creo que sí.
 —¿Sabe lo que creo yo, doctor? Creo que va siendo hora de que estos dos charlen un rato.
No sé lo que piensan las enfermeras ahí fuera mientras escuchan el sonido metálico de los instrumentos cuando se estrellan contra el suelo o cuando escuchan los gemidos o los golpes contra las paredes y la puerta, y francamente no me importa. Lo único que me importa es hacerle pasar un buen rato a mi vagina mientras dialoga, discute, grita y suspira. No suelo repetir conversación, así que cuando queda todo dicho me despido para no volver.
He querido compartir mi experiencia porque sé que mi caso no es el único, pero creo que hay demasiadas vaginas silenciadas por pudor, por miedo y desconocimiento. Quiero animar a todas las mujeres a que dejen que su sexo se exprese con total libertad, ya sea mediante una tertulia, un diálogo o un monólogo. La forma y el con quién es lo de menos, pero por favor, señoras: ¡dejen hablar a sus vaginas!
Por A.B.

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