Salí del ascensor dispuesto a incorporarme al
trabajo después de mi descanso para comer. Pasé por los cubículos de algunos
compañeros y me percaté de la tensión que había en el ambiente. Vi a Miriam
hablando con la recién incorporada becaria y me acerqué.
—¿Qué ocurre? —La gente estaba trabajando, pero lo
hacía de un modo extraño, como si estuvieran listos para echar a correr en
cualquier momento. Miriam abrió la boca para contestarme, pero en ese instante
sonó el bramido de mi jefe en su despacho. Había dicho algo así como “Pues
vete, no me importa”.
—Es su mujer —aclaró Miriam por fin—. Llevan un rato
encerrados ahí dentro y solo se le escucha a él.
No me dio tiempo a preguntarme si debería
preocuparme por la integridad de la mujer de mi jefe porque de pronto se abrió
la puerta y ella salió. Todos contuvimos la respiración, a la espera del
siguiente acontecimiento. Ella sonrió con esa clase que la caracterizaba sin
mirar a nadie en concreto y no obstante buscando a alguien entre la multitud
silenciosa. No se perturbó cuando mi jefe cerró la puerta detrás de ella a
pesar de que las paredes empezaron a temblar. No sabía si acercarme, pero ella
me hizo un guiño casi imperceptible cuando me vio. Fue hasta el ascensor y yo
fui detrás disfrazando mi gesto de pura casualidad.
—Se acabó —dijo con la mirada fija en el letrero
luminoso del ascensor—. Lo dejo.
Intenté poner cara de pesar y alegría. No lo
conseguí y me apresuré a hablar.
—Personalmente me alegro. Ya es hora de que seas
feliz.
Ella me miró por fin. Si estaba abatida no se lo dejó
notar. Sus ojos reflejaban la chispa de quien anhela recuperar todo el tiempo
perdido para empezar a vivir por fin.
—Me gustaría invitarte a cenar —dijo con
tranquilidad— pero veo en tus ojos que
estás enamorado y no sería una buena idea. Eres un buen hombre, y ella es una
tonta si no lo ve.
Sonreí desconcertado. Iba decirle que me apetecía cenar con ella, pero
posiblemente tenía razón.
—No es tan fácil —murmuré.
Las puertas del ascensor se abrieron y ella entró
con esos movimientos elegantes que se disponían a despedirse del pasado.
—¿Sabes lo que he aprendido? Cuando uno ama a alguien
de verdad, hace que todo sea fácil. —Sonrió hasta que las puertas del ascensor
se cerraron.
Permanecí inmóvil, consciente de las miradas que estaban
clavadas en mi espalda. Dudé un momento si llamar el ascensor y arriesgarme a
correr tras ella, pero finalmente me giré. Todos los compañeros volvieron a
llenar el ambiente con trabajo, a excepción de Miriam y Francesca, que me
miraban cada una desde un extremo de la habitación.
HISTORIAS HÚMEDAS
EL HOMBRE DESEADO
Sábado, 1 de noviembre
Adrián estaba cantando a dúo con Bono de U2 mientras
cortaba el tomate para el sofrito. Su inglés no era especialmente bueno, pero
estaba seguro de que a Bono no le importaba. Cogió un par de dientes de ajo y
se dispuso a pelarlos cuando sonó el timbre.
—Hola, ¿encargó una bombona? —Una mujer con visera
roja esperaba su respuesta.
—¿Una bombona? No. —Adrián la miró de arriba abajo.
La mirada de la mujer se impacientó.
—¿Qué ocurre, que no cree que soy capaz de cargar
con una bombona?
—¿Francamente? No.
—Estúpido machista —dijo ella y lo empujó para
entrar en la casa.
—¡Eh! ¿Adónde va?
—A coger la bombona vacía y a subirle la llena.
Adrián cerró la puerta y la acompañó a la cocina.
—Hmmm. No me diga que un machista como usted sabe
cocinar. —La mujer se acercó a la sartén para echar un rápido vistazo.
—No soy machista. Y sí, me gusta cocinar… para mi
mujer.
Ella se dio la vuelta.
—Así que estás casado y dejas entrar a otra mujer
hasta tu cocina.
Adrián la miró sorprendido.
—Eres la… bombonera ¿no? No le veo el problema.
Ella se quitó la visera y dejó caer la melena por
sus hombros. Se arrimó a la mesa y le sonrió.
—Podría ser una psicópata en busca de sexo salvaje.
Tú mismo has dicho que no encargasteis ninguna bombona.
Adrián empezó a sudar. No por temor de haber dejado
entrar en casa a una trastornada, sino por lo mucho que le excitaba la
situación. Pero decidió comportarse.
—Mi mujer llegará dentro de una hora a casa.
Ella tomó esa frase como una invitación. Se sentó
sobre la mesa, abrió las piernas y empezó a desabrocharse los botones del polo
naranja.
—Más que suficiente.
Adrián se pasó las manos por la cara, pero no pudo
evitar que sus pies lo arrastraran hacia la mujer.
—No es buena idea —dijo sin poder apartar la mirada
de los generosos pechos que se insinuaban debajo del sujetador—. Estoy casado.
Amo a mi mujer.
—No soy celosa y no busco amor. Sólo busco sexo.
Adrián le arrancó el sujetador y besó sus pechos.
Luego la acostó sobre la mesa y le bajó los pantalones. Besó su sexo a la vez
que se liberó de sus propios tejanos. Ella gemía y se acariciaba los pechos a
la espera de ser penetrada.
—No debería hacer esto —repetía Adrián mientras
entraba y salía del cuerpo de la mujer con el frenesí de quien sabe tiene poco
tiempo. Se corrió mientras percibió el olor a quemado del sofrito.
Sábado, 8 de noviembre
Adrián estaba pasando la bayeta al mueble del
recibidor, pensando en si debería o no bajarse el pantalón para hacerse una
paja. Miró su reloj, las doce del mediodía. ¿Dónde se había metido su mujer? Se
tocó los genitales cuando sonó el timbre. Espió por la mirilla: la del seguro.
La elegante mujer sonrió, a sabiendas de
que él la estaba observando. No obstante, tocó el timbre de nuevo.
—Buenos días. Pensé que no había nadie en casa
—mintió cuando Adrián le abrió—. ¿Me dejas pasar?
Adrián se hizo a un lado después de un momento de
reticencia. Ella puso su maletín encima del mueble, al lado de la bayeta.
—¿Estás solo?
—Marga llegará de un momento a otro.
—Ya debéis tres meses.
—Eso es imposible.
La mujer abrió su maletín para buscar algo en su
interior.
—Claro que a mí no me importa que me pagues en
especies. —Sacó un tubo que parecía de pasta de dientes, aunque era más pequeño
y con letras doradas.
—¿Qué es eso? —preguntó Adrián retrocediendo un paso
como si temiera ser disparado.
—Tranquilo, es pasta de chocolate. Voy a escribirte
la deuda en tus partes y luego me la comeré. Así quedará saldada. —La mujer
destapó el tubo, se echó un poco de pasta sobre un dedo y lo lamió.
—Deberíamos dejar de vernos de esta manera. Yo amo a
mi mujer.
—Claro, por eso me follas cada vez que vengo a
cobrar. —Tenía a Adrián acorralado contra una pared.
—Eres tú la que me seduce.
—Oh, pobrecito. Qué mala que soy.
Se besaron hambrientos, se desnudaron con rapidez,
embadurnaron sus cuerpos con la pasta de chocolate y se lamieron. Ella cumplió
su palabra de saldarle la deuda. Cuando el ardor fue insoportable, Adrián la
sentó encima de él y cabalgaron hasta liberarse de toda tensión. Un magnífico
polvo, no como aquel que seguía posado sobre el mueble del recibidor.
Sábado, 15 de noviembre
Un baño caliente. Eso era lo que necesitaba. Adrián
se metió en la bañera y se dejó embriagar por ese olor reconfortante que
emanaba de las sales disueltas. Se deslizó hasta meter la cabeza debajo del
agua. Pero sintió la presencia de alguien y volvió a la superficie jadeando.
—Perdón, la puerta estaba abierta. —Junto a la
bañera esperaba una mujer vestida con un pantalón corto y una camiseta que poco
espacio dejaban a la imaginación.
Adrián se tapó sus partes a pesar de que la espuma
ya impedía la visión.
—¿Quién es usted y qué hace en mi baño?
—Disculpa, no quería asustarte. Soy la nueva vecina,
bueno, la sobrina de tu vecino Eusebio. La puerta estaba abierta, como te dije.
Yo solo vine a por sal, aunque suene a topicazo —se rió.
Adrián la miró desconcertado. Sopesó la idea de
salir de la bañera, pero era mejor mandar a la mujer a la cocina y tener así
tiempo para taparse con una toalla.
—En la cocina… En la cocina hay sal. En el armario
de la derecha.
—Oh —dijo la mujer, pero en lugar de irse se agachó
y metió la mano dentro del agua—.
Yo me refería a sal de baño.
Adrián contuvo la respiración cuando sintió la mano
en su pene.
—Yo estoy casado, no sé si tu tío Eusebio te lo ha
dicho. Y amo a mi mujer.
—Lo que me dijo es que eres un tipo muy especial en
cuya casa no paran de entrar mujeres con cara avinagrada que luego salen con
mejillas sonrosadas. —Hablaba sin dejar de acariciar a Adrián. La espuma del
agua se agitaba cada vez con más violencia.
Adrián era incapaz de hablar con coherencia.
—Mi mujer… puede llegar… ahhhh, ¡qué bueno! ¡No, no
pares!
Ella se desnudó y le permitió contemplarla antes de
meterse en el agua. Él la agarró por las nalgas y la guió hasta penetrarla. La
visión de sus pechos bamboleándose delante de su cara casi lo hizo entrar en
trance. Apenas llegaron hasta él las palabras que ella gemía.
—Más fuerte… quiero salir con estas mejillas
sonrosadas… cómo me alegro de venir a vivir aquí… cabrón infiel…
Todas las noches de los sábados
Adrián se acostó junto a su mujer. Ella se acomodó
en sus brazos.
—Sabes que te quiero infinitamente, lo sabes,
¿verdad? —Adrián le dio un beso sobre la frente.
—Desde hace tiempo me llegan rumores sobre ti,
cariño —le dijo su mujer acariciando su pecho—. Dicen que no me eres fiel.
—¿Y quién te ha dicho semejante estupidez?
—Hoy ha sido la sobrina de Eusebio. La semana pasada
la del seguro, la otra la bombonera…
—Yo…
Ella le apretó los testículos y Adrián dio un
respingo.
—¿No habrás utilizado la palabra amor? Porque te los
corto…
—La palabra amor solo cae cuando les hablo de ti.
Su mujer aflojó la presión.
—Muy bien. De todos modos coincidieron en que
estaban muy insatisfechas.
Adrián se incorporó hasta mirar a su mujer. Puso
cara de indignado.
—¡Mienten!
Se rieron y se besaron entre ardientes abrazos y
caricias.
—¿Te queda algo de esa pringosa pasta de chocolate? —preguntó
Adrián.
—Nos la acabamos toda. Pero estoy segura de que
habrá otras cosas útiles en ese maletín. —Le sonrió y fue hasta el armario para
sacar el maletín y buscar algo con lo que volver loco a su marido.
Por A. B.
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