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09 noviembre 2014

Parte 12





Todavía no sé cómo me dejé liar para venir a esta discoteca. En realidad detesto estos lugares donde uno que no baila sólo puede dedicarse a beber a raudales, ya que conversar es imposible por dos motivos: el ruido y la ausencia de alguien interesado en hablar. Así que ahí me encontraba yo un sábado noche, arrimado a la barra con un gin-tonic caldoso en mis manos, mientras José bailaba la Lambada con un par de chicas. Fueron varios sus intentos por hacerme saltar a la pista de baile, incluso las chicas me hacían señas para unirme, pero me limité a sonreírles alzando mi vaso. Me sentía mareado a causa de la bebida y la música alta, y no dejaba de pensar en los besos que había compartido con Miriam.
La noche de los hechos habíamos ido a cenar y ninguno de los dos había vuelto a mencionar lo ocurrido en mi despacho, pero lo cierto era que seguía ahí en el aire, como una nube indecisa por romper a llover, al menos por mi parte.
En cuanto a Francesca, no había tenido la oportunidad de hablar con ella sobre mi patético intento de averiguar quién era el hombre de la foto sobre su escritorio. Era otra de esas nubes que colgaban sobre mi cabeza. Donde sí se había desatado una tormenta fue entre mi jefe directo y Francesca. El motivo no quedó muy claro, ya que la disputa se llevó a cabo a puerta cerrada en el despacho de él, pero a juzgar por el elevado tono de voz de ambos, el motivo no debió de ser la estropeada máquina de café.
Miré mi reloj por quinta vez en un minuto. José estaba esquivando mis tentativas de comunicarle mi huida. Decidí esperar tres minutos más antes de desaparecer. Miré a mi alrededor, al menos los generosos escotes me alegraban la vista. Pero estuve a punto de atragantarme con mi bebida cuando descubrí una cara conocida entre la multitud. Aproveché las anchas espaldas de un joven aparcado a mi lado para esconderme detrás.
—¿De quién te escondes? —preguntó José cuando me alcanzó. Estaba sudando por todos los poros.
—Yo me voy —contesté—. Ahí está Margarita. Por dios que no me vea.
Di la vuelta, pero me quedé helado cuando oí gritar a José.
—¡Eh, Margarita! ¡Hola! ¡Aquí!
Lo miré incrédulo o más bien furioso, pero él se limitó a sonreír. Margarita y una amiga, tan maquillada que podría pasar por un loro, se abrieron paso hacia nosotros. Bebí mi gin-tonic de golpe sintiendo una patada en el estómago.
—No puedo creer que tengas vida personal. —Margarita se dirigió a mí antes de presentarnos a su amiga. Estuve tentado de contestarle que a diferencia de ella mi vida no estaba en boca de todo el mundo, pero sería provocar una conversación que no me interesaba en absoluto. José soltó sus cuatro chorradas de cortesía antes de agarrar a la amiga de Margarita y llevársela a la pista de baile. ¡Cómo detestaba a José! Mi mente ya estaba maquinando mil maneras de asesinarlo y sentí un súbito placer.
—¿Por qué sonríes? —Quiso saber Margarita.
—Será el alcohol —contesté.
—Qué lástima, pensé que era por la alegría de verme.
La miré un momento tratando de averiguar si estaba de broma o lo pensaba realmente. Fue entonces cuando me fijé en su generoso escote, ese que tanto le gustaba lucir. Tuve que admitir que sus pechos estaban muy bien puestos. No eran ni muy pequeños ni muy grandes. Se movían suavemente al ritmo de la música. Aparté la mirada. El alcohol me estaba afectando de verdad. Margarita se rió.
—¿Inspirándote para un nuevo relato?
Sonreí. En el fondo tenía su gracia.
—Supongo que eres de los que no bailan. —Tuvo que acercarse a mí para hacerse oír. Olía bien, pensé.
—No se me da muy bien.
—Dicen que un hombre que baila bien ama bien.
—Pues seré un mal amante.
—No lo creo. Tal vez muy clásico y muy oxidado, pero con un poco de práctica…
—¿Clásico y oxidado? —repetí.
Muy clásico y muy oxidado —corrigió.
Sonreí. En el fondo seguía teniendo su gracia.
Se acercó más a mí, cuidando que sus pechos me calentaran el brazo.
—Me estoy mareando. ¿Serías tan caballero de acompañarme al baño?
—Creo que es mejor que te acompañe tu amiga.
Miramos en dirección a la pista de baile. Sin duda José estaba averiguando si el maquillaje de su acompañante era comestible. Suspiré.
—Tranquilo. No voy a comerte. ¿O me tienes miedo?
¿Por qué los hombres siempre caemos en la trampa cuando se cuestiona nuestra valentía? Margarita se enganchó de mi brazo y avanzamos pasito a pasito hacia los baños. La cabeza me daba vueltas y ya no sabía si era ella la que necesitaba de mi ayuda o al revés. Después de lo que me parecieron quince minutos llegamos al baño de las mujeres. Un oasis para los hombres sedientos. La liberé de mi brazo, pero ella me miró sin entrar.
—Te esperaré aquí. Lo prometo —dije con tono de voz de padre indulgente. 
—Me siento realmente mal.
—No puedo entrar en el baño de mujeres.
—¿Cómo que no? —Margarita me agarró por una mano y se abrió paso entre las mujeres, demasiado atónitas para protestar. Me empujó dentro de un baño y cerró la puerta. El espacio era minúsculo, de modo que me apreté contra la pared. Nunca había pisado un baño de mujeres, pero después de esta experiencia no permitiría a ninguna mujer despotricar sobre lo guarros que los hombres dejamos los baños.  Dudé de que Margarita se fuera a agachar ahí para vomitar si no quería pillar una enfermedad. Pero Margarita se agachó, aunque no para vomitar.
—Ay, qué mareada estoy —se lamentó apoyándose en mis piernas. Calculé mis posibilidades de escapar, eran más bien escasas. Básicamente por dos razones, la primera era porque Margarita ocupaba todo el espacio hasta la puerta, y la segunda era porque mi miembro viril ya había decidido que le gustaba la proximidad de la cara de Margarita. Y como ella tiene un olfato especial para este tipo de ocurrencias, aprovechó la oportunidad para deslizar sus manos por mis piernas. Alzó la mirada hasta mí y sonrió.
—Me has engañado —dije tratando de no alzar demasiado la voz, aunque las mujeres ahí fuera ya se habían olvidado de nosotros. Sus conversaciones acerca de lo macizo que estaba el DJ llegaron solo vagamente a mis oídos. Estaba demasiado mareado y excitado para prestarles atención.
—Jamás habrías venido si te dijera que mi intención era chupártela. ¿Me equivoco? —Sus manos alcanzaron mi entrepierna. Apoyé las manos en la pared y la puerta. Había llegado a ese punto donde tu cabeza te dice: “Eh, esto no es prudente. Trabaja contigo y se acuesta con el jefe”, y donde el resto de tu cuerpo replica: “A la mierda con la jodida cabeza”. Y como tenía la perfecta excusa que me daba el alcohol, la dejé hacer. Ni le contesté.
Me excitó su manera de tocarme, y para cuando me bajó los pantalones mi miembro ya estaba más que despierto. Cerré los ojos. Creo que cuando empezó a humedecer mi pene con su lengua llegué a comprender por qué a mi jefe le gustaba tanto Margarita. Era extraordinariamente buena. Ni mi pene ni mis testículos habían conocido placer igual. Su lengua, sus labios, sus manos… Margarita sabía emplear sus armas. Tanto que quedé  convencido de ser un completo idiota por no haber cedido a sus insinuaciones antes. Todo a mi alrededor desapareció, la visión se me borró, y estaba seguro de no poder avisarla a tiempo antes de estallar. Ella debió notarlo porque ralentizó sus movimientos.
—¡Mírame! —dijo.
Bajé la mirada, ella abrió la boca sin dejar de mirarme y ese gesto fue tan sumamente perverso y erótico que eché la cabeza hacia atrás, dando un golpe contra la pared, y me liberé. Noté la presión de sus dedos, el movimiento de su mano, era tan generosa y me sentí feliz, increíblemente feliz.
—¡Gracias! —Eso fue lo más estúpido que se me ocurrió decir. Supuse que seguía bajo los efectos del orgasmo y  del alcohol.
—Son cincuenta euros.
Abrí los ojos. Margarita se estaba limpiando con papel higiénico. Me miró y se echó a reír.
—Anda, vístete, tonto.
Obedecí. De pronto sentí unas ganas impetuosas de salir de ahí.
—¿Por qué haces estas cosas? —le pregunté.
Ella tiró el papel en el inodoro y me miró. Por primera vez vi algo así como furia en su mirada.
—¿Por qué hago el qué?
—Ser tan promiscua.
—¿Le haces esa misma pregunta a ese amigo tuyo que ahora está manoseando a mi amiga o él es un machote?
Nos miramos y sentí que me había puesto en mi lugar.
—Perdona. En serio, perdóname —dije.
Margarita abrió la puerta y me dio una palmada en el culo que me hizo dar un respingo.
—Anda, salgamos de aquí antes de que te desflore.
Otra de las exquisiteces de esa noche fue ver las expresiones de las mujeres en el baño cuando salimos.
José y yo cogimos un taxi hasta mi casa. Apestábamos tanto a alcohol, sudor y virilidad  que el taxista había abierto las cuatro ventanillas a pesar del gélido viento. En realidad, se lo agradecí.
—Te lo has pasado bien ¿eh? Sí, lo veo en la cara de idiota que tienes. —José se rió y me dio un empujón.
Lo miré y le sonreí con esa mueca de “te voy a hacer sufrir un poco”. Pero una vez más me sorprendió su retorcida sabiduría sobre el sexo.
—Uy, uy, uy, para un silencio tan hermético, una sonrisa tan maquiavélica y una mirada tan extraterrestre solo puede haber una razón: se tragó tu felicidad.


Por A. B. 

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