—¡Me alegro por ti! Y por mí, ¡claro! —Miriam se
abalanzó sobre mí para abrazarme. Así de feliz acogió la noticia de mi nuevo
reto profesional y su herencia de los relatos húmedos. Un buen regalo de
navidad.
—Podríamos salir a celebrarlo —propuse sin soltarla.
—Desde luego, aunque espero que no tengas en mente
ir a una discoteca.
La aparté un poco. Su sonrisa traviesa confirmó mis
sospechas, y puse los ojos en blanco.
—No me puedo creer que Margarita…
—¿Qué esperabas? Esa mujer colecciona aventuras
sexuales. Podría inspirarnos para un libro entero de relatos húmedos.
—¿A quién más se lo contó? —El pulso se me aceleró.
—No se habla de otra cosa en el baño de las mujeres.
—Miriam se rió, pero al ver que a mí no me hacía gracia, añadió—: Tranquilo, ha
tenido la decencia de no entrar en detalles. Solo se jacta de haberte seducido.
No te preocupes, no creo que a Francesca le importen estos chismes.
Era lo que necesitaba oír, no obstante, me aparté
para coger mi abrigo y asegurar:
—No me importa lo que piense Francesca. No le debo
explicaciones. ¿Nos vamos?
Pero Miriam no se movió. Me miró con indulgencia.
—A ver, ¿qué pasó?
En ese instante comprendí que no solo había
encontrado a una buena compañera de trabajo en Miriam, sino a una amiga. No
solía abrir mi mundo interior a nadie, pero esa noche sentía que me vendría
bien y que había dado con la persona adecuada.
—Vayamos a cenar —propuse—. Aunque sí que hay una
cuestión que necesito saber de una vez por todas: la foto sobre el escritorio
de Francesca… ¿Quién es?
Miriam metió las manos en los bolsillos de sus
tejanos.
—Francesca no habla mucho de su vida privada.
—Es su marido, ¿verdad?
—Sí.
HISTORIAS HÚMEDAS
LA FIESTA DE PIJAMAS
¿Quién no recuerda a ese amor imposible de la
adolescencia? Esa persona que avivaba nuestra fantasía y nos regaló el primer
sueño húmedo. Esa persona que se paseaba ante nuestra mirada como en las
películas: a cámara lenta. ¿Cuántas lágrimas hemos derramado por su
indiferencia, por su “contigo no, bicho”? Y, en el caso de los chicos: cómo
admirábamos a ese rival, siempre mayor que nosotros, que llegaba en su moto, le
tendía un casco con soltura y se la llevaba a ese lugar con el que solo
podíamos soñar. Todo después de haberse reído en nuestra cara y habernos
lanzado la colilla de su pitillo, en plan: toma, algo es algo. En el caso de
las chicas ese rival era la cheerleader, o si en su país no las había, la hija
de la vecina, que siempre se dejaba hacer de todo, tenía experiencia y tenía
unas buenas tetas.
Pocas veces conseguimos llevarnos a la persona
deseada al huerto. Aunque a veces ocurren casualidades que se acercan bastante.
Era un buen plan, pensó Manu escondido detrás de los
cortinones granates. Arriesgado, pervertido, indecente y estúpido, muy
estúpido, pero si salía bien podía ser el plan de su vida.
Llevaba casi dos horas ahí detrás, esperando impaciente y nervioso a
que se cumplieran los pronósticos de su amigo Sergio.
—Mis padres salen a la ópera y Carla me dio dinero
para ir al cine… ¡a ver dos películas! Está claro que va a celebrar una de sus
fiestas de pijamas —había dicho.
—No sé… ¿y si me descubren? —Manu había sudado solo
de pensar en sentir otra bofetada de Carla. La primera la había recibido hacía
dos semanas cuando le pidió salir. “¡Pero si todavía tienes granos, mocoso!”,
le había espetado sin la menor compasión.
—No te van a descubrir. Y piensa en todo lo que vas
a ver: Carla, Tania y Sara en camisón —había entonado la última palabra como si
estuviera cantando—. Yo también me arriesgo infiltrándote en su dormitorio,
cagón.
Manu miró su móvil. Empezó a escribirle un mensaje a
Sergio, pero escuchó la puerta de casa y se arrimó contra la pared. El corazón se
le desbocó, las manos estaban sudorosas y su entrepierna empezó a palpitar. No
tardó en escuchar las voces y las risas de las chicas.
Siempre se había preguntado en qué consistían las
famosas fiestas de pijamas y por qué volvían tan locas a las chicas. Se pudo
imaginar a las tres comiendo toneladas de helado, charlar sobre el guaperas de Diego, planear
una trama para separarlo de su novia y pasearse con él en su coche. Al menos
cosas así eran las que sucedían en las películas americanas. A él le traía sin
cuidado lo que hablaran. Lo que quería era ver a Carla en camisón, y si era
transparente, mucho mejor. Ya que era invisible para ella, por lo menos podría
consolarse con haberla visto medio desnuda.
Las tres amigas entraron en la habitación, y lo
primero que recibió Manu fue un buen susto cuando Carla se acercó a la ventana.
Contuvo la respiración y entrecerró los ojos como si eso lo hiciera invisible.
Por suerte Carla estaba inmersa en la conversación con sus amigas y no prestó
mucha atención a los cortinones mientras bajó las persianas.
Manu no se atrevió a asomarse hasta que decidió que
la animada charla de las chicas
demostraba que no sospechaban de nada. Estaban sentadas sobre la cama, formando
un triángulo. Quiso aprovechar para sacar una foto con el móvil y enviársela a
Sergio, pero lo que vio solo dejó reaccionar una parte de su cuerpo. No
llevaban camisón, estaban en ropa interior.
Carla estaba de frente, y aunque ya la había visto
en bikini, el sujetador negro alzaba mucho mejor sus pechos. Eran grandes, y en
el cuerpo grácil de Carla parecían aún más resultones, tanto, que uno se
preguntaba cómo era posible que no la hicieran caer hacia delante. Manu sintió
un escalofrío al imaginar sus manos acariciándolos. Tania estaba de espaldas
hacia él, y cada vez que se movía le mostraba sus nalgas, donde se escondía el
afortunado tanga.
Las ganas de masturbarse debilitaron sus piernas,
pero el miedo a ser descubierto lo obligó a limitarse a desabrochar unos
botones de su pantalón para aliviar la opresión. Estaba tan absorto en observar
los cuerpos de las chicas que no prestó atención a lo que decían. Aunque de
pronto lo sobresaltó el silencio. Temió que sospecharan ser observadas, pero no
era esa la razón de haberse callado. La manera en la que se miraban y se
sonreían le pareció lasciva. Incapaz de pestañear observó que empezaban a
acariciarse suavemente. Los pies, las
piernas, los brazos… los pechos. Carla fue la primera en quitarse el sujetador
para ofrecer sus pechos a sus amigas. Ellas aceptaron la invitación, y sus
lenguas no tardaron en jugar con los pezones rosados y erectos. Carla gimió y
Manu tuvo ganas de aullar. Se llevó la mano al pene, incapaz de calmar su
excitación.
Las tres chicas se desnudaron mutuamente sin parar
de reír, de acariciarse y darse besos húmedos. Mientras Tania y Sara juntaron
sus pechos como si estuvieran batallando, Carla paseó su cuerpo desnudo por la
habitación para sacar algo del fondo de un cajón. Cuando Manu descubrió lo que
balanceaba en sus manos con una sonrisa prometedora, estuvo a punto de gritarle
que se dejara de penes artificiales. ¡El suyo ya no aguantaba más! Intentó no
hacer ruido cuando empezó a masturbarse detrás de los cortinones. Mientras veía
a Carla jugar con el sexo de sus amigas, se imaginó que era él el que las
penetraba. Las chicas estallaron en sonoros orgasmos y cambiaron de turno.
Actuaban con más urgencia, como si el deseo fuera imposible de parar. Ahora
eran Tania y Sara las que daban placer a Carla. ¡Cómo se retorcía en la cama
mientras las manos y las lenguas recorrían su cuerpo! ¡Cómo gemía mientras esa
maldita goma ficticia desaparecía en su interior!
La mano de Manu trabajó con rapidez. El destino era
benévolo, sí. Tantas veces como Carla lo había rechazado y ahora estaban ahí, a
punto de llegar juntos al clímax.
—¡Sí…sí…sí! —gritó Carla y Manu explotó contra los
cortinones. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero consiguió echarse
hacia la pared. Dio gracias de que las chicas estuvieran todavía bajo la
embriaguez del orgasmo y se tumbaran en la cama. Le ofrecieron sus cuerpos rendidos
por el sexo. El momento ideal para sacarles una foto, pero las manos le
temblaban, y prefirió deleitarse con ese regalo que no volvería a disfrutar.
Después de cinco minutos las chicas se pusieron unos
camisones y salieron charlando de la habitación para hacer algo de cenar.
Momento que Manu aprovechó para fregar un poco la mancha sobre el cortinón
granate, pero visto que solo conseguía embadurnarlo todo y que tampoco parecía
lo que era en realidad, se apresuró en salir y esconderse en la habitación de
Sergio. Lo esperaría ahí, entre el tufo de las zapatillas deportivas y revistas
guarras que había debajo de la cama.
Tuvo que ser
muy convincente para que Sergio no descubriera lo que había pasado en el
dormitorio de su hermana. Quiso que esa fiesta fuera solo suya. Ese recuerdo
del orgasmo conjunto con Carla sería su gran aliado cuando se sintiera un
mísero don nadie. Una Carla que, por cierto, a partir de esa noche siempre se
preguntaría por qué Manu le sonreía de una manera tan enigmática.
Por A. B.
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