—¿Puedo hablar un momento contigo? —Me asomé al
despacho de Francesca. Llevaba puestas sus gafas de pasta negra y tecleaba
concentrada sobre el portátil. Me indicó que entrara.
—Quiero explicarte lo de… lo de…
—Lo de Margarita —concluyó sin levantar la vista—. Francamente
no soporto a las chismosas. Le he buscado trabajo en otro lugar. Así no estarás
de mal humor.
—¿De mal humor? —repetí. Me sorprendió lo de
Margarita, pero no me importó demasiado.
—La última vez que cenamos me pareció que te fuiste
enfadado. Pensé que tenías problemas personales. ¿O fue porque no te gustó el
restaurante?
Me asombró su capacidad de hablarme y escribir a la
vez. Le aseguré que el restaurante había sido perfecto, pero me callé que había
deseado no volver solo a casa.
—Tal vez si hubiéramos ido a otro sitio… —Esperó un
momento antes de mirarme con una sonrisa.
—Te puedo llevar esta noche —brotó de mí ante mi
propia sorpresa. Francesca aceptó.
La llevé a mi italiano favorito, consciente de que
estaba poniendo en juego mi criterio. Pero Francesca alabó la comida y el buen
ambiente. Supe que había acertado al ver que había conseguido trasladarla a su
tierra natal. Empezó a bajar la guardia, a dejar a un lado su faceta de mujer
infalible e intocable para convertirse en una Francesca despreocupada, y
hacerme cómplice de las travesuras de sus recuerdos. Me sentí contagiado por su
naturalidad y confianza, de modo que también yo me relajé y le redacté en tono
humorístico que mi última relación seria había tenido lugar en un baño público.
Nos reímos conscientes de que a ambos nos hacía falta tomarnos la vida de otra
manera. Y mientras escuchaba con un enamoramiento embobado cómo su entusiasmo
la hacía mezclar palabras italianas entre su discurso, me fijé en sus manos. Seguía
sin ver anillo de compromiso, y aunque eso no significara nada, respiré hondo.
El vino había calentado nuestros cuerpos y nos
protegía del gélido viento mientras acompañé a Francesca a su casa. Las calles húmedas
reflejaban las luces navideñas expuestas en las viviendas. La gente estaba
tranquila en sus hogares, pero yo no los envidiaba. Ya podía empezar a caer
granizo, no iba a cambiar el cosquilleo que sentía. A medida que nos acercamos
al destino se hizo palpable la tensión. Parecíamos estar en una de esas
comedias románticas en las que se acercaba la hora de la verdad. ¿Conseguiría
el chico besar por fin a la chica en la puerta? Nos reímos, nos dijimos las
cuatro tonterías que proceden a una despedida, y sonó su móvil. Se disculpó cuando
atendió la llamada, luego abrió el portal de su edificio y me dijo adiós con la
mano. Igual que en las estúpidas películas me quedé mirando la puerta hasta que
ya no tuve sensibilidad en el cuerpo.
Antes de acostarme le envié un mensaje diciéndole
que lo había pasado muy bien, y que me gustaría enseñarle las luces navideñas
de las que cada año presumía mi barrio. El sentimiento de que esa noche
habíamos sido más que simples compañeros de trabajo me esculpió una sonrisa en
la cara. Una sonrisa que me acompañó mientras alivié mi deseo debajo de las
sábanas. Porque seamos sinceros: los hombres nos masturbamos a la hora de
pensar en la mujer de la que estamos enamorados. La idea de que un hombre
enamorado no consigue dormir en toda la noche es absurda, por mucho que las
mujeres prefieran esta idea romántica.
Saqué dos cafés de la máquina. No quería ser un
pesado ni hacer tan obvio mi entusiasmo, pero pensé que llevarle un café a
Francesca sería una buena manera de comenzar el día. Me encaminé a su despacho
cuando noté esa extraña sensación de cuando se detiene el tiempo. Seguí la
mirada de los demás hasta toparme con la becaria. Junto a ella estaba un hombre
moreno, vestido de forma desenfadada pero efectiva a juzgar por las
miradas anhelosas que despertaba.
—Buongiorno,
posso parlare con Francesca Capresi?
La becaria lo acompañó al despacho de Francesca y
cerró la puerta detrás de él. Yo seguí la escena impotente, con los dos vasos
de café en la mano. No noté la presencia de Miriam a mi lado hasta que me quitó
uno de los vasos.
—Muy amable, jefe —dijo y entró en mi despacho.
HISTORIAS HÚMEDAS
DE CONFESIONES Y SECRETOS
Que tengas que enterarte por un amigo que tu novio
es actor porno es un asunto bastante escabroso.
Isabel no se lo había creído hasta que vio un par de videos en los que Jaime
penetraba a diestro y siniestro a mujeres de risa fácil. La verdad es que estaba
muy bien dotado, pero eso no era razón suficiente. Se había sentido defraudada,
traicionada y sobre todo ridícula, ya que nada en sus relaciones íntimas la
había hecho sospechar de su vida secreta. Se manejaba muy bien, eso sí.
Esperó impaciente a que volviera de su supuesto
trabajo como técnico comercial. Le había preparado un par de huevos fritos y
una salchicha, y lo había dispuesto sobre el plato de tal modo que, estaba
segura, le recordaría a Jaime a alguna guarrada. Y si eso no lo hacía confesar,
llevaba el mando del DVD en la mano, dispuesta a darle al play.
Jaime llegó de buen humor y se comió la cena sin
caer en la trampa ni reparar en los gruñidos de su novia. Pero no tuvo
escapatoria cuando en lugar de ver a Matías Prats dando las noticias se vio a
sí mismo en la tele manoseando unos pechos. Asumió su parte de culpa por no
haberle contado la verdad, pero no mostró intención de dejar el negocio.
Cobraba muy bien, era un trabajo más bien relajante y no veía que fuese
incompatible con su amor por Isabel.
Pasó una semana sin que Isabel se dejara tocar.
Semana en la que se dedicó a buscar
todos los videos en internet. No es que hubiera muchos, pero los que había eran
muy completos y tuvo que admitir que su chico tenía cierta maña. Cuando se le
pasó la rabieta de los celos y la fase de querer abandonarlo, empezó a sentirse
excitada. Mientras que por las noches le decía que no la tocara, por el día, a
escondidas, se masturbaba viendo a Jaime dándole placer a otras. Decidió que
era tiempo de perdonarle, después de todo él le demostraba que la quería y ella
disfrutaba del dinero que traía a casa. Podría hacer como todas esas esposas de
políticos corruptos que fingían no saber de dónde salía tanto dinero.
No le preparó la cena. La cena sería ella, pensó entre
risas mientras se puso el picardías más costoso y atrevido que tenía. Lo
esperaría en cama y le pediría que le hiciera todas esas cosas que le había
visto hacer en los videos. Pero Jaime tardó más de lo esperado y ella se quedó
dormida.
Cuando se despertó vio que Jaime la estaba
observando con algo en las manos. Apenas le dio tiempo a ver que se trataba de
un tipo de cuerda cuando él se abalanzó sobre ella y comenzó a atarla.
—¿Pero qué haces? —gritó asustada. Le había atado
las manos a la cabecera y ahora le estaba poniendo unas esposas en los pies que
estaban separadas por una barra metálica. Isabel lo miró entre aterrada y
excitada mientras trataba en balde de cerrar las piernas.
—¿Qué pretendes, guarro? ¿Piensas que soy una de tus
estúpidas compañeras de reparto?
Jaime le sonrió y recogió una mordaza con una bola
de cristal del suelo.
—Di que pare y recojo todo esto. Pero si decides
seguir, te haré disfrutar de tal modo que a partir de ahora tus piernas
temblarán cada vez que me veas.
Los grandes ojos de Isabel fueron incapaces de
apartarse de él. Jamás se había sentido tan húmeda. Entonces él la amordazó, y
si ella pensaba que ya había sacado todas las sorpresas de su chistera, se
equivocaba. Le puso un pañuelo sedoso en una mano.
—Si en algún momento quieres que me detenga, deja
caer el pañuelo. ¿Me entiendes?
Ella asintió y Jaime volvió a agacharse para coger
una fusta larga. La pasó por el cuerpo de Isabel con mortal paciencia hasta
conseguir ponerle la piel de gallina. Estaba tan excitada que ni se preocupó
cuando él le rompió el picardías de un fuerte tirón para trazar círculos sobre
sus pechos y pezones con la fusta. Quiso gritar cuando sintió los azotes, pero
la resbaladiza bola de cristal en su boca se lo impidió. Sintió la fusta dirigirse
hacia su vagina y quiso cerrar las piernas, pero la barra que las mantenía
abiertas no cedió. La fusta jugó con su intimidad hasta empaparse de su
humedad. Isabel agarró el pañuelo, no fuera a caérsela sin querer, y sintió la
explosión de un orgasmo feroz.
Jaime acercó su cara a la suya. Sus ojos brillaban deseosos.
—Te ha gustado, ¿eh? Y eso que solo acabamos de
empezar…
Isabel no podía seguir enfada con Jaime, no podía
reprocharle su silencio sobre su profesión secreta. Primero porque lo quería, segundo
porque su vida sexual era un auténtico guión de cine porno, y tercero porque su
propia falta de sinceridad no la dejaba en mejor lugar.
—Deberías contárselo, te sentirás mejor. Si es tan
abierto como dices, lo entenderá. —Su amiga Ivonne se tapó con las sábanas, su
cuerpo sudoroso todavía temblaba por el orgasmo—. Yo le confesé a Kiko que soy
bisexual y lo ha aceptado muy bien.
Isabel la miró con ironía.
—Porque piensa que eso pertenece a tu pasado, pero
¿a que no sabe que estos pechos no los toca solo él? —Metió la cabeza debajo de
las sábanas para darle un lengüetazo a un pezón de su amiga. Se rió al ver el
resultado que había provocado.
—Lo que sabe es que soy feliz. Que saque sus propias
conclusiones. Estoy segura de que sospecha que tengo una aventura con alguna
mujer, pero prefiere ignorarlo.
Isabel sacó la cabeza y besó a su amiga. Sus cuerpos
se amoldaron el uno al otro, suaves, calientes, deseosos. Los besos se
volvieron más urgentes, las caricias más íntimas. Isabel amaba a Jaime. No
cabía la menor duda. Pero también amaba a Ivonne. Con ella la pasión era dulce
lujuria, con él, lujuria explosiva. No quería prescindir de ninguno de los dos.
Y si llegado el momento se sintiera obligada a elegir, no sabría qué hacer.
Sintió los dedos de su amiga entre sus muslos y
abrió las piernas. Imposible, pensó mientras se dejó llevar.
Por A. B.
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