—Una curiosidad que tengo. —José puso los pies sobre
mi escritorio y se reclinó sobre la silla—. ¿Te masturbas mientras escribes
estas historias?
Nos miramos un rato en el que pareció querer arrancarme
todos mis secretos.
—No —contesté y volví a teclear sobre mi portátil.
—Sabía que lo hacías —dijo—. ¿Y ligas más? ¿Notas
que tus compañeras te miran de otra manera?
—El otro día se me insinuó la chica de la limpieza
—contesté sin tener muy claro si aquello
había sido una insinuación.
José bajo los pies para inclinarse sobre mi
escritorio.
—¿En serio? ¿Y te la tiraste?
—Claro —contesté sin levantar la vista de mis
apuntes.
—Sabía que no lo habías hecho. Pues deberías
aprovechar… —antes de que pudiera terminar su frase llamaron a la puerta y
entró la directora editorial. Francesca Capresi era una mujer sumamente
atractiva y solo deseé que a José no se le ocurriera abrir la boca. Por suerte estaba demasiado ensimismado recorriéndola de
arriba abajo con su mirada. No disimuló su interés que acompañó con su sonrisa
de “aquí estoy, dispuesto a dártelo todo, nena”. Pero Francesca solo le dedicó
una mirada de cortesía.
—Perdona que interrumpa —me dijo con su melodioso
acento italiano—, mañana a las seis
pásate por mi despacho. ¿Es posible?
—Claro —grazné y me carraspeé. En cuanto volvió a
cerrar la puerta me escondí detrás de la pantalla, pero no me libré del sermón.
—Olvídala —susurró José como si temiera que pudiera
seguir escondida detrás de la puerta. Percibí cómo me hacía un gesto negativo
con la mano—. Juega en otra liga.
HISTORIAS HÚMEDAS
FANTASÍAS: LA OBSESIÓN POR UN AGUJERO
Fantaseaba con el sexo anal, pero me consideraba un
hombre demasiado tradicional, uno que no hacía de esas cosas. Me había echado
novia muy joven, una chica tradicional como yo. No tuvimos verdaderas
relaciones sexuales hasta que nos casamos recién cumplidos los 18 años. Al
principio la novedad fue excitante, pero con el tiempo nuestra vida sexual se
convirtió en monótona. Lo único que hacíamos diferente de vez en cuando era
cambiar la postura del misionero por aquella donde ella se pone encima. Ni
siquiera sé si eso recibe un nombre. Poco a poco la frecuencia con la que
teníamos sexo se fue espaciando hasta que ya sólo tocaba una vez a la semana,
una vez al mes o en mi cumpleaños.
De casualidad llegó a mis manos un artículo que
hablaba sobre la fatídica monotonía en los matrimonios. Hablaba sobre la
importancia de dar vida a la vida sexual incorporando fantasías. Fue la señal
que estaba esperando para darle una oportunidad al sexo anal. Encontré el valor
de proponérselo a mi esposa una noche mientras cenábamos. Al ver que hablaba en
serio, cuando le aseguré que sería la única forma de salvar nuestro matrimonio,
accedió.
De modo que nos desnudamos, cada uno en su lado de
la cama.
—¿Y ahora qué? —preguntó metiéndose debajo de las
sábanas.
Yo volví a destaparla y le indiqué que se pusiera de
rodillas mirando para el cabecero de la cama. Cuando la tuve dispuesta dudé un
instante. Me lo había imaginado más fácil. Cogí a mi mujer por las caderas, la
moví más hacia abajo, más hacia un lado y
acerqué mi pene para intentar meterlo en ese agujerillo inexplorado.
—Me estás haciendo daño —dijo aborrecida.
—Tal vez si no lo cerrases con tanta fuerza lo
consiga —repliqué. Noté con fastidio cómo mi pene retrocedió desanimado ante la
falta de pasión.
—No sé qué te ha dado ahora con metérmela por ahí. ¿Desde
cuándo te van esas mariconadas?
Fue suficiente para hacerme desistir. Ni que decir
tiene que a partir de ese lamentable episodio no volvimos a tocarnos, y después
de escasos cinco meses decidimos separarnos. Dado que no habíamos tenido hijos
la separación no fue traumática. Barajé la posibilidad de haberme convertido en
homosexual, como había insinuado mi mujer, pero lo cierto era que los traseros
masculinos no me inspiraban en absoluto. Acabé refugiándome en mi trabajo.
Soy camionero, pero a pesar del mito no he pisado un
puticlub mientras estuve casado. La primera vez me costó, pero la soledad
muerde, y pronto busqué cobijo en las mujeres del sexo, como prefiero
llamarlas. Convencido de que a las mujeres no les gusta el sexo anal, a
excepción de las que actúan en las películas porno, guardé mi fantasía en el
rincón más alejado de mi cerebro. Pero una tarde de agosto la idea volvió a
revivir.
Aparqué mi tráiler bajo las resplandecientes luces
del “Paraíso infernal”, y no tardé en subir a una habitación con una rubia que
no paraba de hacer globos con su chicle. Tenía poco pecho, pero suplía esa
carencia un generoso trasero en el que tenía tatuado un delfín. Tal vez fuese
el asfixiante calor, pero de pronto me sentí excitado al pensar en mi reprimida
fantasía.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó como una máquina que
espera a que le echen monedas para empezar a funcionar.
—Quiero sexo anal —solté de carrerilla antes de que
me abandonase el valor.
Ella me miró un instante en el que hizo explotar
tres globos con su chicle. Pensé que iba a pedirme el doble de dinero, pero se
encogió de hombros y me dio la espalda. Empezó a menear el culo de un lado para
otro, de arriba abajo, con ese delfín que sonreía mareado. Y sentí la amenaza de
ese agujero, que era todo menos inexplorado. Mi pene volvió a refugiarse.
—¿Qué pasa? —preguntó irritada.— Ya te corriste ¿o
qué?
Después del nuevo fracaso tardé un tiempo en volver
a pisar un puticlub y deseché definitivamente mi fantasía sexual. Pero lo que
se desea nunca desaparece del todo y cuando uno menos se lo espera tropieza con
el favor de los dioses.
Me dirigía con mi bocadillo de jamón envuelto hacia
mi camión en el aparcamiento del área de descanso cuando me detuvo una mujer
joven, con aspecto de haber salido de una clase de yoga.
—Disculpe, me dirijo hacia Almorox, pero estoy un
poco perdida. ¿No tendrá usted un mapa? —preguntó a prudencial distancia.
—Un mapa… —repetí tontamente. Estuve a punto de
sugerirle que comprase uno en la tienda, pero no quise ser desconsiderado—. Sí,
en la cabina.
Le indiqué mi camión y esperé a que ella se pusiera
en marcha. Abrí mi puerta y le tendí mi bocadillo para que me lo aguantara
mientras yo cogía el mapa.
—Ya lo cojo yo, no se moleste —me dijo y subió al
camión.
—En la guantera —le indiqué. Empecé a desenvolver mi
bocadillo, pero mi mirada se quedó clavada en ese cuerpo atleta que se estaba
metiendo en la cabina de mi camión. Gateó sobre los asientos para alcanzar la
guantera, ofreciéndome un culo que se marcaba perfectamente debajo de la tela
del pantalón. Mi cuerpo respondió de inmediato. Subí un escalón.
—¿Lo encuentra? —pregunté con voz pesada mientras encajé
el bocadillo en el compartimento de la puerta. Ella no contestó. La vi
forcejando con el asa de la guantera. Subí otro escalón y tuve que contenerme
para no apretarme contra ella. Por fin logró abrir la guantera y cayeron al
suelo una caja de condones extra deslizantes y un bote de lubricante sabor
chocolate blanco. Ella se quedó quieta.
—El mapa está ahí —dije sonrojado. Pero ella no se
movió. Se quedó ahí, como petrificada ofreciéndome su trasero en pompa.
Rocé con mucha suavidad su cadera y deslicé las
manos muy lentamente hasta sus nalgas. Quise darle tiempo para protestar, para
retirarse, pero no se movió.
—Puede marcharse ahora mismo —aseguré. No sabía si
estaba aterrada o si se estaba dejando hacer. Por fin se movió. Pero fue para
inclinar su toroso sobre el asiento mientras seguía ofreciéndome su trasero.
Cerré la puerta y corrí las cortinas con rapidez, no
fuera a ser que se arrepintiera. Encendí la luz del techo y me arrodillé sobre
el asiento para tenerla entre mis piernas. Empecé a magrear sus nalgas, primero
con delicadeza y luego, animado por sus suaves gemidos, con insistencia. Estaba muy excitado, pero
quería disfrutar de esta experiencia que todavía me parecía una fantasía
imposible.
Le bajé los pantalones elásticos y el tanga de una
sola vez. Empecé a sudar en frío. Era sin duda el mejor culo que había visto en
mi vida. Suave, terso, dispuesto. Cogí el bote de lubricante y el tapón se
perdió debajo de los asientos. Qué fáciles parecían estas cosas en las
películas porno. El chorro salió disparado sobre su piel y ella dio un
respingo. Esparcí el gel con rapidez, noté un calor fresco en mis manos. Y como
si hubiera hecho esto un millón de veces, empecé a lamer su piel embadurnada de
lubricante con sabor a chocolate blanco. Ella seguía animándome con sus jadeos.
No recuerdo muy bien cómo fui capaz de sacar un condón del envoltorio y
ponérmelo, pero recuerdo muy bien cómo separé sus nalgas y desaparecí en su
interior. El lubricante y el condón me dejaron deslizarme en ella sin esfuerzo,
tan solo necesité agarrar sus caderas para atraerla o alejarla de mí. Lo más
gratificante fue que ella también lo estaba disfrutando, gimiendo cada vez con
menos pudor. Quise morirme así, viendo que mi fantasía se había cumplido y que
era aún mejor de lo que había imaginado. Aumenté el ritmo, sorprendido de
aguantar tanto tiempo, sorprendido de provocar un verdadero orgasmo en una
mujer. Tal vez la primera vez que ocurría. Y con todos estos descubrimientos me
desahogué dentro de esas nalgas maravillosas hasta quedar extenuado.
Nos quedamos un rato sentados en silencio, recuperando
la respiración. Luego nos vestimos y la ayudé a bajar del camión. Nos sonreímos
como dos extraños, que por alguna razón inexpugnable se caen en gracia.
—Gracias —dije sin saber muy bien qué decir—. Por…
haber hecho realidad mi fantasía.
Me sentí ridículo, pero ella no se burló.
—Gracias por haber hecho realidad la mía.
La miré sorprendido.
—¿También soñabas con sexo anal?
—Fantaseaba con hacerlo con un camionero.
Nos reímos. Luego se despidió.
—¡El mapa! —me acordé de pronto.
Ella se giró una última vez, me sonrió y me dijo
adiós con la mano.
Claro, qué inocente seguía siendo, me reproché y
desenvolví el bocadillo aplastado. Tenía un hambre voraz. Me lo comí en pocos
bocados, a pesar del sabor a chocolate del jamón. Mientras masticaba vi
alejarse a esa chica, que me había demostrado que las fantasías no son para
avergonzarse. Todo el mundo tiene fantasías. ¿Cuál es la suya? ¿Ya ha tenido el
valor de vivirla?
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