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14 septiembre 2014

Parte 4



Una curiosidad que tengo. —José puso los pies sobre mi escritorio y se reclinó sobre la silla—. ¿Te masturbas mientras escribes estas historias?
Nos miramos un rato en el que pareció querer arrancarme todos mis secretos.
—No —contesté y volví a teclear sobre mi portátil.
—Sabía que lo hacías —dijo—. ¿Y ligas más? ¿Notas que tus compañeras te miran de otra manera?
—El otro día se me insinuó la chica de la limpieza —contesté sin tener muy claro si  aquello había sido una insinuación.
José bajo los pies para inclinarse sobre mi escritorio.
—¿En serio? ¿Y te la tiraste?
—Claro —contesté sin levantar la vista de mis apuntes.
—Sabía que no lo habías hecho. Pues deberías aprovechar… —antes de que pudiera terminar su frase llamaron a la puerta y entró la directora editorial. Francesca Capresi era una mujer sumamente atractiva y solo deseé que a José no se le ocurriera abrir la boca. Por suerte  estaba demasiado ensimismado recorriéndola de arriba abajo con su mirada. No disimuló su interés que acompañó con su sonrisa de “aquí estoy, dispuesto a dártelo todo, nena”. Pero Francesca solo le dedicó una mirada de cortesía.
—Perdona que interrumpa —me dijo con su melodioso acento italiano—, mañana a las seis  pásate por mi despacho. ¿Es posible?
—Claro —grazné y me carraspeé. En cuanto volvió a cerrar la puerta me escondí detrás de la pantalla, pero no me libré del sermón.
—Olvídala —susurró José como si temiera que pudiera seguir escondida detrás de la puerta. Percibí cómo me hacía un gesto negativo con la mano—. Juega en otra liga.


HISTORIAS HÚMEDAS
FANTASÍAS: LA OBSESIÓN POR UN AGUJERO




Fantaseaba con el sexo anal, pero me consideraba un hombre demasiado tradicional, uno que no hacía de esas cosas. Me había echado novia muy joven, una chica tradicional como yo. No tuvimos verdaderas relaciones sexuales hasta que nos casamos recién cumplidos los 18 años. Al principio la novedad fue excitante, pero con el tiempo nuestra vida sexual se convirtió en monótona. Lo único que hacíamos diferente de vez en cuando era cambiar la postura del misionero por aquella donde ella se pone encima. Ni siquiera sé si eso recibe un nombre. Poco a poco la frecuencia con la que teníamos sexo se fue espaciando hasta que ya sólo tocaba una vez a la semana, una vez al mes o en mi cumpleaños.
De casualidad llegó a mis manos un artículo que hablaba sobre la fatídica monotonía en los matrimonios. Hablaba sobre la importancia de dar vida a la vida sexual incorporando fantasías. Fue la señal que estaba esperando para darle una oportunidad al sexo anal. Encontré el valor de proponérselo a mi esposa una noche mientras cenábamos. Al ver que hablaba en serio, cuando le aseguré que sería la única forma de salvar nuestro matrimonio, accedió.
De modo que nos desnudamos, cada uno en su lado de la cama.
—¿Y ahora qué? —preguntó metiéndose debajo de las sábanas.
Yo volví a destaparla y le indiqué que se pusiera de rodillas mirando para el cabecero de la cama. Cuando la tuve dispuesta dudé un instante. Me lo había imaginado más fácil. Cogí a mi mujer por las caderas, la moví más hacia abajo, más hacia un lado y  acerqué mi pene para intentar meterlo en ese agujerillo inexplorado.
—Me estás haciendo daño —dijo aborrecida.
—Tal vez si no lo cerrases con tanta fuerza lo consiga —repliqué. Noté con fastidio cómo mi pene retrocedió desanimado ante la falta de pasión.
—No sé qué te ha dado ahora con metérmela por ahí. ¿Desde cuándo te van esas mariconadas?
Fue suficiente para hacerme desistir. Ni que decir tiene que a partir de ese lamentable episodio no volvimos a tocarnos, y después de escasos cinco meses decidimos separarnos. Dado que no habíamos tenido hijos la separación no fue traumática. Barajé la posibilidad de haberme convertido en homosexual, como había insinuado mi mujer, pero lo cierto era que los traseros masculinos no me inspiraban en absoluto. Acabé refugiándome en mi trabajo.
Soy camionero, pero a pesar del mito no he pisado un puticlub mientras estuve casado. La primera vez me costó, pero la soledad muerde, y pronto busqué cobijo en las mujeres del sexo, como prefiero llamarlas. Convencido de que a las mujeres no les gusta el sexo anal, a excepción de las que actúan en las películas porno, guardé mi fantasía en el rincón más alejado de mi cerebro. Pero una tarde de agosto la idea volvió a revivir.
Aparqué mi tráiler bajo las resplandecientes luces del “Paraíso infernal”, y no tardé en subir a una habitación con una rubia que no paraba de hacer globos con su chicle. Tenía poco pecho, pero suplía esa carencia un generoso trasero en el que tenía tatuado un delfín. Tal vez fuese el asfixiante calor, pero de pronto me sentí excitado al pensar en mi reprimida fantasía.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó como una máquina que espera a que le echen monedas para empezar a funcionar.
—Quiero sexo anal —solté de carrerilla antes de que me abandonase el valor.
Ella me miró un instante en el que hizo explotar tres globos con su chicle. Pensé que iba a pedirme el doble de dinero, pero se encogió de hombros y me dio la espalda. Empezó a menear el culo de un lado para otro, de arriba abajo, con ese delfín que sonreía mareado. Y sentí la amenaza de ese agujero, que era todo menos inexplorado. Mi pene volvió a refugiarse.
—¿Qué pasa? —preguntó irritada.— Ya te corriste ¿o qué?
Después del nuevo fracaso tardé un tiempo en volver a pisar un puticlub y deseché definitivamente mi fantasía sexual. Pero lo que se desea nunca desaparece del todo y cuando uno menos se lo espera tropieza con el favor de los dioses.
Me dirigía con mi bocadillo de jamón envuelto hacia mi camión en el aparcamiento del área de descanso cuando me detuvo una mujer joven, con aspecto de haber salido de una clase de yoga.
—Disculpe, me dirijo hacia Almorox, pero estoy un poco perdida. ¿No tendrá usted un mapa? —preguntó a prudencial distancia.
—Un mapa… —repetí tontamente. Estuve a punto de sugerirle que comprase uno en la tienda, pero no quise ser desconsiderado—. Sí, en la cabina.
Le indiqué mi camión y esperé a que ella se pusiera en marcha. Abrí mi puerta y le tendí mi bocadillo para que me lo aguantara mientras yo cogía el mapa.
—Ya lo cojo yo, no se moleste —me dijo y subió al camión.
—En la guantera —le indiqué. Empecé a desenvolver mi bocadillo, pero mi mirada se quedó clavada en ese cuerpo atleta que se estaba metiendo en la cabina de mi camión. Gateó sobre los asientos para alcanzar la guantera, ofreciéndome un culo que se marcaba perfectamente debajo de la tela del pantalón. Mi cuerpo respondió de inmediato. Subí un escalón.
—¿Lo encuentra? —pregunté con voz pesada mientras encajé el bocadillo en el compartimento de la puerta. Ella no contestó. La vi forcejando con el asa de la guantera. Subí otro escalón y tuve que contenerme para no apretarme contra ella. Por fin logró abrir la guantera y cayeron al suelo una caja de condones extra deslizantes y un bote de lubricante sabor chocolate blanco. Ella se quedó quieta.
—El mapa está ahí —dije sonrojado. Pero ella no se movió. Se quedó ahí, como petrificada ofreciéndome su trasero en pompa.
Rocé con mucha suavidad su cadera y deslicé las manos muy lentamente hasta sus nalgas. Quise darle tiempo para protestar, para retirarse, pero no se movió.
—Puede marcharse ahora mismo —aseguré. No sabía si estaba aterrada o si se estaba dejando hacer. Por fin se movió. Pero fue para inclinar su toroso sobre el asiento mientras seguía ofreciéndome su trasero.
Cerré la puerta y corrí las cortinas con rapidez, no fuera a ser que se arrepintiera. Encendí la luz del techo y me arrodillé sobre el asiento para tenerla entre mis piernas. Empecé a magrear sus nalgas, primero con delicadeza y luego, animado por sus suaves gemidos,  con insistencia. Estaba muy excitado, pero quería disfrutar de esta experiencia que todavía me parecía una fantasía imposible.
Le bajé los pantalones elásticos y el tanga de una sola vez. Empecé a sudar en frío. Era sin duda el mejor culo que había visto en mi vida. Suave, terso, dispuesto. Cogí el bote de lubricante y el tapón se perdió debajo de los asientos. Qué fáciles parecían estas cosas en las películas porno. El chorro salió disparado sobre su piel y ella dio un respingo. Esparcí el gel con rapidez, noté un calor fresco en mis manos. Y como si hubiera hecho esto un millón de veces, empecé a lamer su piel embadurnada de lubricante con sabor a chocolate blanco. Ella seguía animándome con sus jadeos. No recuerdo muy bien cómo fui capaz de sacar un condón del envoltorio y ponérmelo, pero recuerdo muy bien cómo separé sus nalgas y desaparecí en su interior. El lubricante y el condón me dejaron deslizarme en ella sin esfuerzo, tan solo necesité agarrar sus caderas para atraerla o alejarla de mí. Lo más gratificante fue que ella también lo estaba disfrutando, gimiendo cada vez con menos pudor. Quise morirme así, viendo que mi fantasía se había cumplido y que era aún mejor de lo que había imaginado. Aumenté el ritmo, sorprendido de aguantar tanto tiempo, sorprendido de provocar un verdadero orgasmo en una mujer. Tal vez la primera vez que ocurría. Y con todos estos descubrimientos me desahogué dentro de esas nalgas maravillosas hasta quedar extenuado.
Nos quedamos un rato sentados en silencio, recuperando la respiración. Luego nos vestimos y la ayudé a bajar del camión. Nos sonreímos como dos extraños, que por alguna razón inexpugnable se caen en gracia.
—Gracias —dije sin saber muy bien qué decir—. Por… haber hecho realidad mi fantasía.
Me sentí ridículo, pero ella no se burló.
—Gracias por haber hecho realidad la mía.
La miré sorprendido.
—¿También soñabas con sexo anal?
—Fantaseaba con hacerlo con un camionero.
Nos reímos. Luego se despidió.  
—¡El mapa! —me acordé de pronto.
Ella se giró una última vez, me sonrió y me dijo adiós con la mano.
Claro, qué inocente seguía siendo, me reproché y desenvolví el bocadillo aplastado. Tenía un hambre voraz. Me lo comí en pocos bocados, a pesar del sabor a chocolate del jamón. Mientras masticaba vi alejarse a esa chica, que me había demostrado que las fantasías no son para avergonzarse. Todo el mundo tiene fantasías. ¿Cuál es la suya? ¿Ya ha tenido el valor de vivirla?

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