—Hay que tener cuidado con las fantasías —dijo
Francesca, la directora editorial, cuando tomé asiento frente a su escritorio.
—¿A qué te refieres? —pregunté tratando de fijar mi
atención en el bolígrafo plateado que tenía al lado de su mano izquierda. Era
mejor eso que mirarla y no ser capaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Tu último texto habla de fantasías. Si no recuerdo
mal, dices que hay que hacerlas realidad. Eso se puede malinterpretar, hay
gente muy perversa.
—Bueno, no escribo para pervertidos mentales. —Traté
de defenderme—. Confío en que la gente haga un buen uso de sus fantasías.
Francesca cogió el boli y me obligó a mirarla.
—Hemos recibido quejas del sector más conservador de
nuestros lectores.
Así que era eso, pensé y fijé mi mirada en el cuadro
sobre el escritorio, cuya foto no podía ver. Que la revista recibiera quejas
era solo una cuestión de tiempo. Me decepcionaba tener que dejar mi columna de
“historias húmedas”, sobre todo al poco tiempo de haber empezado. Tenía todavía
mucho sexo sobre el que escribir.
—¿Entonces me has llamado para decirme que se acabó
hablar de sexo?
Francesca cogió el cuadro y me obligó a mirarla de nuevo.
—¡Ma non!
—contestó de pronto dejando traslucir su temperamento italiano—. Quiero que sigas
exactamente igual. Es esto lo que estábamos buscando. Los conservadores se
escandalizan mientras se masturban.
Me reí, en parte aliviado y en parte por su
naturalidad.
—Pero —dijo, en una mano el bolígrafo, en la otra el
cuadro—, antes de seguir, ¿me permites una pregunta personal?
Sentí cómo el corazón se me aceleraba, busqué
desesperadamente algo sobre su escritorio en lo que fijar mi mirada.
—Dai, no
tengo más manos —se quejó viendo mis intenciones.
Sonreí como un niño que trata de mostrar su
inocencia mientras esconde el pastel robado detrás de la espalda.
—¿No crees que puede haber buen sexo en una relación
de pareja?
Traté de poner cara de póker. ¿A qué venía esa
pregunta?
—Solo escribes sobre sexo con extraños —aclaró.
Abrí la boca para decirle que no era cierto, que la
historia de la semana pasada… No, aquella tampoco. Volví a cerrar la boca y
sonreí forzado.
—Por eso —puso el bolígrafo y el cuadro de nuevo
sobre la mesa— te va a ayudar una persona a elegir nuevas historias. Y he
pensado en Miriam.
¿Miriam? ¿La única que no sabía que el jefe estaba
liado con Margarita?
—No necesito ayuda —protesté.
—Solo un poco de asesoramiento.
—Pero…
—¿De qué trata tu nueva historia?
—De alguien que reparte pizzas.
La expresión de Francesca fue clara: “¿Entiendes lo
que trato de explicarte?”
HISTORIAS HÚMEDAS
Era viernes por la tarde. Empezaba el ritual del fin
de semana: dejar caer el albornoz y meterse en la bañera con agua humeante.
Relajarse durante unos minutos, dejar que el agua caliente excite su vagina
hasta tener que calmarla con algún juguete que decoraba el baño. Había
vibradores disfrazados de sabrosos cupcakes, esponjas de apariencia inocente con un interior sorprendente o penes
de silicona de colores chillones.
Le encantaba el ritual de los viernes porque la
hacía revivir después de un duro día en la tienda. Solo pensar en ello la
mantenía excitada durante toda la jornada, y le costaba no meterse en el baño
para aliviar su calentón. Era el encanto de los viernes, pensó. La gente estaba
feliz no solo porque empezaba el fin de semana, sino porque tocaba sexo, solo o
acompañado.
Alargó la mano y señaló a dos de los penes cuyo
aspecto era bastante real a pesar de su composición gelatinosa.
—¿Quién va a satisfacerme hoy? —les preguntó con una
sonrisa burlona.
En ese momento sonó el timbre y lanzó una mirada hacia
la puerta del baño, como si fuera a aparecer ahí mismo la persona que había
osado interrumpir su ritual. Resopló y volvió su atención a sus dos amigos. Se
decidió por el rojo y lo asió con decisión cuando el timbre sonó de nuevo. Se revolvió en el agua y reprimió una
maldición. Respiró hondo e intentó concentrarse de nuevo en su, ya templado,
calenturón. Pero cuando el timbre sonó por tercera vez, saltó de la bañera, se
tiró el albornoz por encima y fue hasta la puerta con pasos agigantados. Sabía
que mientras no atendiera al intruso no podría dar comienzo a su pasión.
Apretó el botón del portero automático y abrió la
puerta de casa casi arrancándola de sus bisagras. Tenía preparado un discurso poco
educado, pero no había contado con que la persona ya estuviera esperando
delante de la puerta de su piso. Ambos se quedaron boquiabiertos: ella al ver a
un repartidor de pizzas con el casco todavía puesto y una caja de pizza en la
mano, y el repartidor al ver a una despeinada mujer con un albornoz a medio
poner y armada con un pene rojo.
—Su…su…su pizza —sonó una voz ahogada debajo del
casco.
—No he pedido ninguna pizza —contestó. La escena
estuvo a punto de hacerla reír, pero de pronto le pareció absurdamente
excitante—. ¿Qué pasa? —preguntó moviendo el pene en su mano—. ¿Nunca has visto uno de
estos? Pasa.
—Creo que me equivoqué de piso —sonó la voz.
—¡Pasa y cierra la puerta! —repitió ella y volvió hacia dentro.
Después de un breve instante, obedecieron.
Condujo al repartidor hasta el salón y dejó caer el
albornoz para dejarle claro lo que esperaba de él. Sonrió exhibiendo su cuerpo
ante ese extraño que la miraba a través del visor opaco del casco. Nunca había
hecho esto antes, pero sintió cómo sus rodillas se doblaban y su vagina se
preparaba para el goce.
El repartidor puso la caja de pizza encima de la mesa
de salón, pero antes de que pudiera quitarse el casco, ella lo interrumpió:
—¡No! Déjate el casco puesto. Me pone no verte la
cara.
—Quieres que te dé duro con eso, ¿eh? —sonó la voz
ahogada del repartidor y le arrancó el pene de las manos, la empujó sobre el
sofá y le abrió las piernas. Ella no se atrevió ni a respirar por ese cambio
repentino, en parte por la incertidumbre, en parte por la excitación. Eso de no
ser ella la que mandaba era nuevo para ella. Cerró los ojos y se dejó hacer.
Sintió como acariciaron su piel, aún húmeda por el
baño, con el pene de silicona. Trazaron pequeños círculos a lo largo de sus
piernas, siempre deteniéndose justo antes de alcanzar su triángulo, como si el
extraño supiese que eso la volvería loca.
—Nos gusta satisfacer a nuestros clientes —escuchó
justo antes de sentir el conocido tacto gomoso jugar con su clítoris. Parecía
mentira que un extraño supiese exactamente dónde y cómo acariciarla para
conseguir que temblase en lo más profundo de su ser. No como el inútil de su
novio, que se limitaba al mete y saca. Aquel extraño jugaba con ella, parecía
querer esperar a que le rogara que culminara el acto. Podía percibir su risa
ahogada cuando ella no encontraba otro alivio que el de soltar unos largos y
profundos gemidos. Le apartaba las manos cada vez que ella quería terminar la
tarea por él.
—No, no, no —la reprimía y retiraba el pene para
castigarla. Y justo cuando pensó que iba a morir la muerte más cruel y dulce,
la penetró por fin. Apenas sintió deslizarse el rígido pene rojo en su interior,
se dejó llevar por ese instante de placentero alivio. Aquel orgasmo solo era la
culminación de una experiencia plena. La
había tocado de un modo como si supiera exactamente lo que le gustaba, como si
no tuviera dudas sobre cómo hacerla gozar y tiritar de placer.
—¿Ha quedado usted completamente satisfecha, señora?
—le preguntó el repartidor. Sintió un
poco de pena al verlo con la chaqueta y el casco puestos, parecía un astronauta
fuera de órbita. Debía estar abrasándose de calor.
—Sí, completamente —contestó incapaz de moverse del
sofá—. Quítate el casco.
—¿No prefiere que quede en el anonimato?
—Quítate el casco —repitió nuevamente excitada.
El repartidor obedeció.
Ella permaneció en silencio un rato, luego se echó a
reír. El repartidor resultó ser una hermosa chica, aunque en ese momento su
pelo estaba pegado a su cabeza y gotas de sudor le perlaban la frente. Sonrió
traviesa.
—Creo que me merezco una buena propina —dijo y
empezó a quitarse la chaqueta.
Por A. B.
Muy, muy bueno. Me encanta
ResponderEliminarMuchas gracias, Mónica!
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