Cerré la tapa de mi portátil para irme a casa.
Acababa de darle a Miriam los apuntes sobre el sexo en pareja para que fuese
echando un vistazo, como me había pedido Francesca. En mi opinión, entre lo
recibido hasta ahora, no había gran cosa que contar, pero estaba dispuesto a
darle una oportunidad si Miriam me convencía de lo contrario.
Me levanté y cogí la chaqueta, mientras las palabras
de Francesca ocupaban mi mente. ¿Podía ser cierto que no creyera en las parejas
que disfrutaban de una vida sexual divertida? Abrí la puerta y estuve a punto
de tropezar con una mujer con claras intenciones de entrar en mi despacho.
Tardé un momento en darme cuenta que se trataba de la mujer de mi jefe.
—Señora García, hola. Su marido no está, salió de
viaje.
Ella me miró con una mueca irónica y entró a mi
despacho muy a mi pesar.
—Tal vez le sorprenda, pero estoy al tanto de ese
detalle—dijo para rematar mi estupidez—. De ese detalle y de otros muchos.
Se quitó la chaqueta, se sentó en una silla libre de
papeles y puso el bolso pulcramente sobre sus rodillas. Me tragué un suspiro,
cerré la puerta y me senté enfrente de ella.
—¿Puedo ayudarla en algo? —Era la primera vez que
hablaba con ella a solas y aproveché la ocasión para confirmar que era una
mujer cuya elegancia y clase la dotaban con un erotismo cautivador. Mientras
esperé su respuesta, me pregunté cómo era posible que estuviese casada con mi
jefe, que la triplicaba en peso y la engañaba con otras.
—Ciertamente, puede. Quiero que escriba la historia
que voy a contarle.
—Yo ahora llevo una sección…
—Sobre sexo, lo sé. —Terminó mi frase al ver que la
consideraba demasiado pulcra para mencionar esa palabra.
No supe qué decir. Necesitaba historias sobre
parejas, pero lo último que me apetecía era escribir sobre el sexo que
practicaba mi jefe. Ella notó mis dudas y se rió.
—No se preocupe, no voy a contarle que mi marido se
deja los calcetines puestos mientras gime como un jabalí acorralado.
Sonreí para demostrarle mi alivio, pero la imagen
que acababa de evocar en mi mente no me abandonaría en la vida.
—No, lo que le voy a contar no tiene nada que ver
con mi marido. La historia trata sobre mí.
Entonces me relató una experiencia que había tenido
hacía apenas unos meses. Tuve que esforzarme por mantener la boca cerrada.
Cuando finalizó, nos miramos un rato en silencio. Yo estaba sorprendido y
excitado. Ella sonrió y bajó la mirada por un instante.
—Se preguntará usted por qué he decidido contarle
esta historia —observó por fin—. No
pretendo vengarme de mi marido por sus constantes infidelidades, ya que sé que
usted no desvelará jamás que esta aventura se la he contado yo. Supongo que lo
que quiero es que al menos una de las personas que trabajan aquí deje de
mirarme con esa sonrisa compasiva. —Se levantó y la acompañé a la puerta.
—No creo que ninguna mujer tenga que aguantar una
situación así. Sobre todo si se trata de una mujer tan hermosa como usted.
Estábamos muy cerca el uno del otro. Ella me rozó la
mejilla con la mano y me sonrió.
—Usted sí que sabe hacer feliz a una mujer —susurró.
Luego abrió la puerta y se alejó. Nunca he visto a una mujer que desprenda
tanta sexualidad cuando se aleja.
Corrí hacia mi escritorio y encendí mi portátil. No quería
que se me olvidara ni una sola palabra de lo que acababa de escuchar. Obviamente,
iba a cambiar el nombre, pero en lo demás iba a mantenerme fiel.
HISTORIAS HÚMEDAS
LA TEORÍA DE LOS TRES MOSQUETEROS
Era la última noche de uno de esos insípidos viajes
de negocios. Mañana a primera hora Beatriz volvería a coger un avión para
regresar a casa. Había decidido tomar una copa en el bar del hotel antes de
irse a dormir. Necesitaba relajarse un poco o no conseguiría dormir. Miró su
reloj, eran las once. Quedaba muy poca gente ya en el bar y el camarero estaba
dejando todo listo para el día siguiente.
—¿Desea tomar algo más, señora? —le preguntó
mostrando una sonrisa que dejaba deducir el éxito que tenía con las mujeres.
Ella negó con la cabeza y apuró su copa.
—No tiene que marcharse ya. Tenga, la invito a otra
copa. —El camarero volvió a llenar su vaso antes de que ella pudiera
impedírselo.
—Ya he bebido suficiente —protestó. De hecho, se
sentía un poco mareada.
—No tiene que conducir. Y si se siente muy mal, yo
mismo la llevaré a su habitación.
Ella se rió y le hizo una mueca de reprimenda.
—Claro. Apuesto a que es un servicio que ofrece a
todos sus clientes.
Él le guiñó un ojo.
—No. Sólo a las mujeres hermosas.
Beatriz cogió la copa y tomó un trago. Luego sacó el
móvil de su bolso. No había mensaje alguno, como era de esperar. Había hablado
con su marido hacía un par de horas. No obstante, deseó tener un mensaje de
buenas noches, aunque solo fuera para alejarla de ese camarero que no ocultaba
sus intenciones.
Empezaron hablando de la crisis y terminaron
comentando que mucha gente aprovechaba los viajes de negocios para ser infieles
a sus parejas. Ella acabó confesándole a Felipe, que así se llamaba, que nunca había engañado a su marido, pero que
él no necesitaba mucha parafernalia para bajarse los pantalones. Cuando Beatriz
se dio cuenta, se habían quedado solos en el bar. Él no dejaba de mirarla con
ese brillo en los ojos que desvela un deseo inmensurable. Si no subía pronto a su habitación, pensó
ella, acabaría por ceder a la tentación.
—¿Le gusta el billar? —preguntó Felipe de forma
inesperada. Ella se quedó perpleja. Había esperado una pregunta tipo: “¿Te
acompaño a tu habitación?” o, directamente, “¿Te apetece follar?” Esa pregunta
la dejó sin respuesta. Se encogió de hombros.
—Mis compañeros y yo solemos jugar un rato después
del trabajo. Relaja mucho y aquí abajo no se escucha nada.
Beatriz percibió un ruido y se giró asustada. Vio
acercarse a dos chicos que saludaban al camarero con gesto fatigado pero mirada
traviesa. Por su mono de trabajo dedujo que debían de ser los que se ocupaban
del mantenimiento del hotel.
—¿Le apetece jugar con nosotros? —preguntó Felipe y
salió de detrás de la barra.
—Yo debo irme —contestó Beatriz algo desilusionada.
Le había apetecido acostarse con el chico, de hecho sentía un deseo traidor
latirle entre las piernas.
—No se vaya —le dijo uno de los de mantenimiento,
uno de diminutos rizos rubios—. Puede ser muy divertido. ¿Sabe jugar?
—En absoluto. —Sin saber muy bien cómo, se vio
acompañándoles hasta la esquina donde se encontraba el billar.
El otro chico, cuya calva contrastaba de forma
grotesca con su poblada barba, le acercó un taco. Pero ella lo rechazó.
—Prefiero mirar —dijo y se sentó en uno de los
taburetes. No sabía la razón por la que no se iba simplemente a dormir. Había
algo absurdo en ese momento, algo excitante, que la hizo esperar a ver qué
ocurría. Vio cómo colocaban las bolas en el triángulo y cómo preparaban las
puntas de los tacos con la tiza. Pero justo cuando el barbudo iba a efectuar el
saque, Felipe lo detuvo para dirigirse a Beatriz.
—¿Quién cree que va a ganar? —le preguntó y al ver
que ella se encogió de hombros, añadió—:
¿No confía en mis posibilidades? ¿Y si le digo que seré capaz de meter todas
las bolas, primero las mías y luego las otras sin dejar si quiera que ellos
hagan un golpe?
—Eso es imposible. —Nada más contestar, Beatriz se
dio cuenta de que había mordido el anzuelo. Los tres hombres se rieron sin
dejar de intercambiar miradas que ella prefería no interpretar.
—Por cada bola que meta, le pediré una prenda. —Felipe
la miró sin tapujos y los otros esperaron una respuesta en silencio.
Beatriz notó cómo se le aceleraba el pulso. Sabía
que esta era la última oportunidad para irse y ya estaba dudando demasiado. No
sabía cómo acabaría esto, pero era incapaz de levantarse. Felipe le sonrió y se
dispuso a sacar. El golpe fuerte demostró que era un experto, y las bolas se
dispersaron por toda la mesa con tal estruendo que Beatriz dudó de que no se
oyera en todo el hotel. Entraron dos bolas lisas.
Felipe la señaló con el taco.
—La blusa y la falda.
—¿Qué estoy haciendo? —pensó mientras se bajó del
taburete para desabrocharse la falda y dejarla caer al suelo. Sintió las
miradas de los tres cuando se desabotonó la blusa lentamente. Le fascinó
imaginarse lo que estaría pasando por aquellas cabezas mientras ella estaba ahí
en su ropa interior de encaje negro.
El silencio dejaba escuchar las pesadas
respiraciones hasta que Felipe efectuó otro golpe, esta vez con delicadeza,
para entronerar otra bola.
—El sujetador.
Beatriz se llevó las manos a la espalda para
desabrocharse el sujetador. Ya no podía detenerse. Deseaba quedarse completamente
desnuda ante esos tres desconocidos. Tenía unos pechos hermosos y así lo
reflejaban las miradas clavadas en ellos.
—No has sido justo con la señora, Felipe —dijo el
chico rubio.
Felipe se inclinó para dar otro golpe.
—No, la verdad es que debí advertirla de que se me
da muy bien meter.
Beatriz se apoyó en el taburete. Todo su cuerpo
temblaba. Solo deseaba que Felipe metiese otra bola. Y la metió. Pero en lugar
de decirle que se bajara las bragas, la miró con esa sonrisa que trataba de
ocultar que también él ardía en deseos. Los otros dos se acercaron a él y los
bultos de sus pantalones azules no dejaban lugar a dudas de que compartían su
sentimiento. De pronto ella fue consciente de su poder.
—¡Pedídmelo! Los tres.
Ellos sonrieron.
—La braga —dijeron al unísono con voz ronca.
Ella obedeció con una lentitud que sabía estaba
volviendo locos a sus tres observadores. Y ahí estaba ella, completamente desnuda
a excepción de sus zapatos de tacón, expuesta a esas miradas lascivas y bocas
abiertas. ¿Qué se suponía que iba a ocurrir ahora?
—Acércate —dijo Felipe—. Te enseñaré a jugar.
Estas situaciones solo se daban en películas, pensó
mientras Felipe se colocó detrás ella y le enseñó como sujetar el taco. Sintió
la excitación del camarero palpitar contra su piel desnuda y su cuerpo se
amoldó al suyo.
Dos horas más tarde, ya en la oscuridad de su
habitación, seguía sin poder dormir. Era imposible borrar el recuerdo de las
seis manos recorriendo todo su cuerpo, y cómo éste buscaba aquellas caricias
íntimas, enloquecido por un goce que no parecía tener fin. Seguía sintiendo en
sus propias manos y boca la virilidad caliente de aquellos desconocidos.
Todavía percibía en su espalda el roce del tapiz de la mesa de billar mientras recibía
la excitación de los tres hombres entre sus piernas, uno tras otro. ¿Cuántos
orgasmos había sentido? Era imposible
recordar en qué momento había perdido la vergüenza para simplemente disfrutar
de lo que estaba sintiendo. Lo que sí recordaría para siempre serían las
palabras que intercambió con Felipe, una vez hubieran quedado todos exhaustos.
— Espero que haya disfrutado mucho aprendiendo a
juega al billar. —Le encantaba que después de la intimidad siguiera tratándola
de usted, permitiéndole volver a poner el caparazón de mujer infalible y formal.
—Una técnica que seguro ha enseñado a muchas otras
mujeres —le había contestado tratando de volver a vestirse con rapidez.
Felipe se rió con ese encanto que le abría las
puertas de todos los dormitorios.
—La verdad es que tenemos una misión. Nos gusta
vernos como los tres mosqueteros del placer. Rescatamos a las señoras de su
errónea concepción de que dejarse llevar es algo de lo que avergonzarse.
—En ese caso
supongo que estoy en deuda con vosotros.
Felipe le guiñó un ojo antes de que ella saliera del
bar.
—No es nada, señora. Vivimos por y para nuestro
lema: Una para todos y todos para una.
Por A. B.
Jajaja, muy bueno, si señor. Y me encanta el toque divertido de los mosqueteros. Sigue asi!!!!
ResponderEliminarGracias, Mónica! Yo soy de la opinión de que el sexo ha de ser divertido. Si además, os sonsaco una sonrisa: misión cumplida
ResponderEliminarSigue comentando ;-D