—De acuerdo, intenté ligármela, ¿vale? —Después de
media hora discutiendo, por fin llegó la confesión que necesitaba escuchar de
José. Lo había hecho venir bajo amenaza de retirarle la palabra de por vida si
no acudía a mi llamada. Llevaba tiempo esquivándome.
—Está casada, imbécil. —Fue lo primero que se me
ocurrió decir.
—No, no lo está —contestó con tranquilidad. Sus zapatillas
Nike descansaban, como de costumbre, sobre mi escritorio–. Y si lo está, no
están juntos.
Abrí las manos, hastiado y celoso ante la idea de
que hubiese intimidado hasta ese punto con Francesca.
—¿Cómo sabes eso?
—Intuición masculina. —Trató de quitarle
importancia.
—¿Y qué pasó? —Me senté en mi silla, consciente de
lo idiota que debí parecer caminando de un lado a otro.
—¿Qué pasó de qué?
Mi intención de aparentar calma se fue al traste.
—¿Te la has ligado?
José es así. Un tocapelotas sin parangón, un
desquiciador profesional. A veces me pregunto cómo surgió nuestra amistad.
Supongo que simplemente estaba ahí un día, plantado en mi despacho, con una
sonrisa lerda. La misma que me mostraba ahora.
No debía de ser tan difícil averiguar si Francesca
estaba casada o no, pensé mientras me aventuré a su despacho. Pero no quise
soltar semejante pregunta a mis compañeros, y mucho menos a Miriam. Ya no
quedaba nadie en la redacción. Había sufrido el paso de las horas con creciente
ansiedad, apenas aprovechando el tiempo para empezar a escribir la próxima
historia. Pero por fin me había quedado solo.
Abrí la puerta del despacho de Francesca y fui
directamente hacia la foto que tenía sobre su mesa. Esa foto que nunca
alcanzaba a ver cuando me sentaba enfrente de mi jefa. Cogí el marco de madera
y me enfrenté a su contenido. Ciertamente un hombre guapo, muy guapo, si me
regía por los cánones de belleza. Me imaginaba a Margarita limpiando la foto entre
suspiros. Un hombre moreno con gafas de sol sobre una Vespa blanca y verde en
algún lugar de Italia. Me mordí los labios. ¿Daba esa imagen respuesta a mi pregunta?
Entonces alcé la vista y vi pasar al tal Murphy de
las leyes que nunca fallan, y justo después apareció Francesca. Primero se
asustó al verme, luego me miró confundida.
Puse la foto sobre la mesa como si quemara mis
manos.
—Te vi marchar —mascullé.
—Eso no es excusa para estar aquí—contestó y tiró su
abrigo sobre uno de los sillones.
—A José se le perdió algo aquí el otro día
—improvisé de mal humor y me dirigí hacia la puerta.
—Eso suena a excusa barata. —Francesca recuperó su
posición frente al escritorio—. No estuvo el tiempo suficiente como para poder
perder algo.
Reculé y volví a asomarme por la puerta.
—Yo pensé que…
Francesca detuvo mi amenaza de fruslería alzando las
manos.
—Por favor, dai,
es un engreído. No sé cómo lo soportas.
No pude dormir, así que me senté a repasar la
historia que había seleccionado con Miriam. Iba a ser bastante explícita y la
duda me hizo llamarla para ver qué opinaba.
—La única excusa que me vale, para que me despiertes
a las cuatro de la madrugada, es que te hayas muerto, y si no es eso, te mataré
yo mañana.
¿Qué le había hecho yo a las mujeres?
HISTORIAS HÚMEDAS
FANTASÍAS: LARGO, MUY LARGO
A Rose le gustaba viajar en tren los fines de semana.
El destino era lo de menos. La mayoría de las veces simplemente llegaba a la
estación y elegía un destino al azar. Era lo más atrevido que hacía, ya que
Rose se caracterizaba por ser una mujer sensata
y tranquila, feliz con su rutina, su gata y su casita en la aldea. ¿Por
qué le gustaba viajar en tren? Ni ella sabría contestar a esa pregunta. Se
decía a sí misma que era por ver el paisaje, por el suave movimiento, por poder
estirar las piernas y por establecer conversaciones con todo tipo de personas. Había
conocido a mucha gente, escuchado muchas historias, incluso había hecho un par
de muy buenas amigas con las que seguía escribiéndose por carta. Pero muy en el
fondo, en un estado de duermevela, se
escondía esa fantasía de encontrar a alguien con quién tener sexo durante el
viaje.
Se había imaginado a sí misma zarandeando al revisor
para meterlo dentro de su compartimento solitario, bajarle los pantalones y
practicarle una felación rápida pero eficaz. Pero pocos revisores conseguían
animarla y cuando lo hacían el compartimento estaba ocupado con otros viajeros.
A veces la acompañaba un hombre solitario como ella.
Y no pocos de ellos la miraban con sonrisa traviesa. Pero a Rose nunca le
acababan de convencer. Se decía que quería encontrar a alguien especial con
quien vivir su fantasía, aunque sospechaba que en realidad era demasiado tímida
para dar el paso.
Sin embargo, este sábado había algo que se removía
en su interior. Estaba viajando hacia Bilbao y no dejaba de mirar al hombre
sentado enfrente de ella, enfrascado en la lectura de un periódico. Era alto,
vestía un traje hecho a medida y su piel negra relucía suave y tersa.
Un ejecutivo, sin duda. Su maletín de cuero descansaba
en el asiento a su lado. Rose se moría de ganas de preguntarle a qué se
dedicaba, pero el extraño apenas la había saludado, dispuesto a pasarse las dos
horas de viaje leyendo. Rose se fijó en sus manos, fuertes y de dedos largos,
muy largos. No pudo evitar pensar en lo que se decía acerca del tamaño del pene
de los hombres de su raza. Largo, muy largo, pensó y se dio aire con la mano
tratando de calmar el repentino sofoco. El hombre levantó la vista de su
periódico por un momento.
Rose iba a aprovechar para entablar una
conversación, pero de pronto se abrió la puerta del compartimento y entró una
mujer. Sin duda nórdica por su piel y su pelo casi níveos.
—Has tardado una eternidad —le reprochó el hombre
sin dejar de leer. Ella no contestó, puso el maletín de cuero en el
portaequipajes y se sentó a su lado. Le sonrió a Rose a modo de saludo y cerró
los ojos. No escuchó el ahogado suspiro que la culpaba de arruinar una fantasía
sexual.
Rose optó por imitarla. Cerró los ojos y trató de no
pensar en la oportunidad perdida. Le habría gustado tanto averiguar si el mito
del pene enorme era verdad. Lo habría cogido con ambas manos, ya que estaba
segura no cabía en una sola. Lo habría metido en su boca, tal vez un poquito
más allá del glande. Él habría empujado más y ella se habría atragantado.
Después… Sintió la humedad de su vagina y trató de apartar sus pensamientos de
ese hombre.
Percibió un susurro. ¿Había dicho: “¡Para Agnes,
aquí no!”? Entreabrió un ojo y se quedó muy quieta. ¡Aquella mujer había
abierto la cremallera del pantalón del hombre y hurgaba en su entrepierna! Él
había puesto el periódico encima de su regazo. Contenía la respiración. Al
igual que Rose, que no daba crédito a lo que “medio-veía”.
—Está dormida, ¿no oyes como ronca? —susurró la
mujer sin dejar de mover su mano en el pantalón.
Rose iba a protestar, ella no roncaba, pero decidió
seguir haciéndose la dormida. La entrecortada respiración del hombre le
aceleraba su propio corazón. Solo deseaba que la mujer no se limitara a
masturbarlo debajo de ese maldito periódico y sacara a relucir ese miembro de
una vez por todas.
Agnes sacó la mano y Rose estuvo a punto de protestar,
pero volvió a disimular cuando comprendió que la mujer solo quería apartar el
periódico. Parecía haberle leído el pensamiento.
—Así mejor, esto hace demasiado ruido.
El hombre no protestó. Tenía la cabeza recostada y
la boca entreabierta. Rose sintió latir
su propio sexo. Jamás había tenido tantas ganas de masturbarse como ahora.
Agnes volvió a meter la mano en la bragueta del hombre y ¡zas! sacó un pene
negro que contrastaba con la pálida piel de su mano. Rose ahogó un grito.
Aquello estaba todavía a medio construir y ya era más grande y gordo de lo que
jamás había visto en su vida. No es que hubiera tenido muchas relaciones, pero
para comparar era suficiente.
Agnes deslizaba su mano por un pene que respondía a
las caricias creciendo y endureciéndose. Rose empezó a fantasear. Se vio
levantándose de su asiento. Su mano también jugueteó con aquel pene. Agnes le
sonrió y asintió con la cabeza. El hombre le acarició el pelo y fue guiando su
cabeza hasta que los labios de Rose rozaron el miembro erecto. Su lengua salió
disparada, deseaba probarlo. Lo lamió y pronto sintió la lengua de Agnes mezclarse
con la suya. El hombre gemía complacido. Pero de pronto se levantó, cogió a
Rose por la cintura y la empujó de cara contra la ventanilla. Le tocó los
pechos con esas manos enormes y ella se inclinó hacia delante para sentirlo
entre sus nalgas. Entonces alguien le bajó la falda y las bragas. Puesto que
ella tenía las manos apoyadas contra el cristal y él le sujetaba los pechos,
solo podía tratarse de Agnes, que no tenía intención de perderse el juego.
—¿Cabrá todo esto dentro de ti? —se burló la mujer.
—Sí. —Rose no estaba segura.
Sintió como el hombre la atrajo hacia él y como algo
inmenso, duro y húmedo se introdujo en ella. Gritó, como la primera vez que
tuvo sexo. Pero poco a poco el dolor cesó y se convirtió en dulce placer. ¡Qué
precioso el paisaje!, pensó mientras la empujaba contra la ventanilla sin
piedad. Obviamente, nadie los veía, pero no pudo evitar pensar en las caras de
los campesinos si vieran sus pechos
marcados en el vidrio y su cara sonrosada a causa del goce.
El hombre gemía al ritmo de sus golpes y Rose estuvo
a punto de desvanecer. Quería aguantar un rato más, sentirse completa como nunca
antes lo había sentido. Pero el orgasmo la arrastró y gimió con todas sus
fuerzas.
Abrió los ojos al darse cuenta de que había gemido
de verdad. Agnes, que seguía masturbando al hombre, la miró. Y el hombre, al
comprender lo que había ocurrido, explotó con la mirada clavada en Rose. La
liberación fue tan potente que salió disparada hacia el techo.
—¡Ay Jesús! —exclamó Rose atónita, encogiéndose en
su asiento.
El hombre se subió la cremallera y salió disparado.
La mujer cogió el maletín, saludó a Rose con una sonrisa y se marchó detrás de
él. Pasaron los minutos y no volvieron. Todavía quedaba un rato para llegar a
Bilbao.
Rose se rió, primero tímidamente y luego sin
tapujos. Su mirada subió al techo. Allí seguía colgando la evidencia de su
experiencia más absurda y excitante. Se rió hasta que las lágrimas le borraron
la visión.
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