Francesca me había felicitado por el relato de
Barbie y Ken, y me había confesado que ella también solía rejuntar los cuerpos
de los muñecos. Me reveló que se había sentido terriblemente decepcionada al
descubrir la entrepierna de Ken, y que a raíz de ello nunca se había sentido
atraída por los guaperas. Ese comentario hizo que me sintiera halagado.
Con una sonrisa lerda pasé por delante del despacho
de mi jefe y vi que Margarita estaba limpiando su escritorio mientras él estaba
absorto en su generoso escote. Enseguida pensé en la esposa de mi jefe. Recordé
que yo era el único que conocía su aventura con los tres mosqueteros del
placer. Así que me iba a dar el gusto de reírme un poco.
—¿Molesto? —pregunté más irónico de lo que
pretendía.
—Pasa, pasa —contestó mi jefe mientras Margarita se
retiró hacia las estanterías.
—Hace tiempo que no me das tu opinión sobre mis
artículos y quería preguntarte. —Pensé en sentarme, pero no tenía intención de
quedarme mucho tiempo.
—Bueno, como ahora es Francesca la que da el visto
bueno… No es cosa mía.
Traté de poner cara de póker y no dejarme distraer
por sus conflictos internos.
—Pero los habrás leído…
Asintió.
—¿Y qué te parecen? No sé, por ejemplo el de la
mujer y los tres jugadores de billar.
—A mí me gustó —intervino Margarita con una sonrisa
de oreja a oreja.
La miramos durante unos segundos y creo que ambos
pensamos en que a ella le encantaría experimentar la escena ahí mismo. Pero
recordé que mi jefe gemía como un jabalí y deseché la idea.
—Me gustó. No creo que sea real, pero me gustó. Una
mujer que parece tan pulcra no es capaz de una aventura así. Tal vez en sus
sueños…
No pude evitar sonreír.
—Te puedo asegurar que es muy real, y lo mejor de
todo es que su marido seguirá tan contento con su vida sin saber que es un
cornudo.
Margarita se rió, y mi jefe se limitó a sonreír
mientras nos aguantamos la mirada.
—Voy a seguir. —Salí de aquel despacho con la
sensación de haberme vengado al menos un poquito en nombre de “Beatriz”.
HISTORIAS HÚMEDAS
YO SOY INFIEL Y LO SABES MUY BIEN
¿Cree usted que la fidelidad en una pareja es
imprescindible? ¿Perdonaría que su pareja le fuese infiel? Tal vez recuerde la
canción del grupo pop español Olé Olé
que decía: “Yo soy infiel y lo sabes muy bien, pero no trago que lo seas conmigo”.
¿Podría mantener una relación bajo esos términos? Si su respuesta es: “¡Claro
que no!”, puede que el protagonista de la siguiente historia le caiga en
gracia.
Tenía una sensación extraña en el estómago. Como
cuando sabes que dentro de unos minutos tu vida va a cambiar y no precisamente
para bien. No obstante, llevaba un ramo de flores en la mano con el que
pretendía sorprender a mi novia Verónica. Caería rendida entre mis brazos. Un
preludio fantástico para una noche aún más fantástica.
Pero algo no encajaba en mi alegría. Algo me decía
que me diera prisa en llegar a casa, y me dejara de tanto romanticismo
estúpido. Metí la llave en la cerradura con mucho sigilo, y un temor ya
conocido se apoderó de mi calma haciendo que me sudaran las manos. No quería
pasar por esto otra vez, no podía soportarlo más, pero el nudo en mi estómago
no auguraba nada bueno.
El piso estaba en silencio, pero a medida que me
acercaba al dormitorio percibía un susurro, o tal vez era una risa. Mi instinto
me decía que me alejara de allí, que no abriera la puerta, pero mi cuerpo se
regía por su propia voluntad. Acerqué el oído a la puerta.
—¡Qué bien la chupas, nena! —Era una voz profunda,
golosa.
Me llevé una mano a la boca, la otra estaba
estrujando el ramo de flores. Se oían jadeos al otro lado y el chirriar del
somier. Incluso cuando puse la mano sobre la manilla deseé con todas mis
fuerzas estar equivocado. Estaba seguro de que Verónica aparecería detrás de mí
preguntándome qué hacía.
Abrí la puerta de golpe y dejé de respirar. Verónica
me miró con un pene en la boca, y las manos puestas en el culo de un tipejo que
la estaba agarrando por la melena. Esa escena me pareció terriblemente eterna.
Esperé sentado en el salón a que se vistieran. El
chico salió huyendo de casa y Verónica se sentó enfrente de mí.
—Lo siento —dijo con voz afectada.
Apenas la percibí. Estaba mirando al vacío. Ella se
arrodilló a mis pies.
—No sé qué decirte. Siento haberte hecho daño otra
vez. Pero sabes que no lo puedo evitar. Lo he intentado, lo sabes.
Respiré hondo. Seguía sin mirarla.
—Deberíamos volver a hablar sobre este concepto
estúpido de la fidelidad que tienes, cariño.
Nunca me irritó tanto que me llamara cariño. Tenía
ganas de abofetearla por su hipocresía, pero eso no me arrancaría el dolor. Además,
sabía que ella estaba absolutamente convencida de lo que decía.
—Que me acueste con otros no significa que no te quiera
con todas mis fuerzas. Tú eres el hombre de mi vida, lo otro solo es sexo. Tú
lo ves como una infidelidad, como una traición, pero no hay sentimientos de por
medio. ¡La fidelidad va contra la naturaleza!
La miré. Era tan hermosa, incluso con el pelo
alborotado, pero su belleza ya no era suficiente para conseguir que la perdonara
como había hecho las otras veces. Me sonrió y puso sus manos sobre mis
rodillas.
—Si nos liberamos de esta rigidez absurda, dejarás
de sufrir, y seremos mucho más felices. Ya lo verás.
Yo también sonreí. Una idea se estaba fraguando en
mi mente. Me di cuenta de que seguía con el ramo de flores en la mano. Unas flores
destrozadas como mi arcaico concepto de pareja.
Esa noche hicimos el amor como si nada de lo
acontecido tuviera importancia o impacto sobre nuestra relación. Era muy
consciente de que esa sería la última vez.
Al día siguiente regresé tarde a casa, de modo que
ya me encontré a Verónica en la cama, leyendo un libro. Me acerqué, la bese, y
me senté a los pies de la cama.
—Estuve pensando en lo que hablamos ayer, en eso de
la fidelidad, y creo que tienes razón.
Ella bajó el libro y me miró extrañada, pero
enseguida sonrió.
—¿Estás dispuesto a aceptar que tenga otros amantes?
—Es lo que te haría feliz, ¿no?
Ella me rodeó con sus brazos y no paraba de decirme
lo magnífico que era y lo beneficiada que iba a salir nuestra relación gracias
a esta libertad.
—Lo sé, lo sé. No pensé que fuera capaz de acostarme
con otras mujeres estando contigo, pero ya que lo aceptas... Porque lo aceptas,
¿verdad?
Ella forzó una sonrisa, me observó con atención,
como si intentara descubrir que solo estaba de broma. Pero mi expresión se
mantuvo pétrea.
—Claro —dijo recostándose en el cabecero metálico de
la cama con intención de seguir leyendo—. En eso quedamos, ¿no?
El nudo en mi garganta apenas me dejó tragar saliva.
Había tenido la estúpida esperanza de que me gritara que jamás iba a permitir
que me acostara con otras, y que entendía que toda esa historia de la infidelidad no tenía
cabida en nuestro amor. Pero no fue así, y si de algo estaba seguro era de no
poder soportar por más tiempo la idea de otros hombres acostándose con mi novia.
Así que seguí adelante con mi plan antes
de perder el valor.
Saqué un fular de seda de mi bolsillo. Le quité el
libro a Verónica, y comencé a atarle las manos a los barrotes del cabecero.
—¿Qué pretendes? —preguntó con una risita
entrecortada.
Cogí un antifaz del cajón de la mesilla donde
guardábamos los juguetes, y le tapé los ojos.
—¿Tienes una sorpresa para mí?
—Así es.
Y esto debió ser lo que percibió después:
Unos tacones sobre la tarima acercándose hasta los
pies de la cama. Unos primeros jadeos y unos besos húmedos. El roce de la ropa.
—¿Qué está pasando?
Jadeos más urgentes, cremalleras que se abren, prendas que caen al suelo. Manos que se apoyan
en el borde del colchón.
—¿Qué haces? —Intenta soltarse, llegar con las manos
al antifaz que le cubre los ojos.
Una voz de mujer que pide que se la metan ya. Roce
de pieles. Un golpe contra la cama acompañado de un profundo gemido. Luego más
golpes, más gemidos. La mujer que pide que no paren de darle placer.
—¡Cabrón! —grita. No se puede soltar—. ¡Asqueroso!
Golpes más seguidos, más rápidos, más urgentes.
Tensión en los gemidos hasta llegar al clímax. Luego tres, cuatro golpes de
espasmo y unas risas satisfechas.
Me levanté del sillón, saqué los cien euros del
bolsillo y pagué por los servicios prestados. Subí a la cama y le quité el
antifaz. Verónica estuvo a punto de lanzarme una maldición, pero se quedó muda.
Vio al hombre y a la mujer a los pies de la cama. Estaban vistiéndose. Luego me
miró a mí, y negó con la cabeza sin entender nada.
—Hay gente para todo —expliqué mientras los dos
individuos salieron por la puerta para marcharse del apartamento.
Verónica estaba encolerizada. En cuanto le solté las
manos me propinó una bofetada, que asumí. No me sentía satisfecho a pesar de
todo.
—Se pasa mal, ¿verdad? —Me levanté de la cama, y
comencé a arrojar mi ropa dentro de una maleta—. Así me siento yo cada vez que
te imagino con otro. Lo siento, pero no estoy hecho para la infidelidad.
¿Hasta dónde es capaz de aguantar un ser humano el
dolor por una traición antes de explotar y tejer un plan como el del
protagonista de esta historia? ¿Justifica su venganza o la ve excesiva y cruel?
Cierto, podría haber optado simplemente por abandonar a su novia, pero ella no
lo habría entendido.
La fidelidad es un compromiso que puede ser válido o
no, anticuado o indispensable…, pero lo que está claro es que la pareja debe
tener sobre ella el mismo concepto.
Por A. B.
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