Inicio

05 octubre 2014

Parte 7



Volvía a mi despacho después de sacarme un descafeinado de la máquina cuando me pareció ver a mi amigo José. No tendría nada de raro, puesto que me visitaba a menudo, de no ser porque se dirigía directamente al ascensor sin pasar a verme. Corrí hacia él antes de que desapareciera.
—Hola —le dije.
Pareció sorprendido de verme, o más bien, contrariado.
—¿De dónde vienes? ¿No ibas a saludarme? —le pregunté removiendo el café.
José es un mentiroso excelente. Es capaz de inventarse las historias más insólitas en menos de un minuto, con tal convicción que no solo se las cree el que es víctima de su engaño, sino también él mismo. Así acabó explicándome que sufría de amnesia temporal desde la mañana y que había cosas que se le olvidaban, como, por ejemplo, a qué había venido a la redacción.
—Apestas a tu mejor colonia —le dije manteniendo una expresión pétrea—. Esa que te echas cuando vas de “caza”.
—Te cuento demasiados secretos. —Volvió a llamar el ascensor—. ¿Qué te parece si bajo a por unos capuchinos en condiciones? Vuelvo enseguida.  
Entré en mi despacho, todavía pensando en el extraño comportamiento de José.
—Me gustó la historia de las lesbianas —dijo Miriam entrando detrás de mí. Hice un gesto de no entender nada—. El del repartidor que resultó ser una repartidora.
—No eran lesbianas —aclaré—. El hecho de que se líen dos mujeres no significa en absoluto que sean lesbianas. Vosotras sois mucho más abiertas en ese sentido. Además, la protagonista no sabía que se trataba de una mujer. Aunque no sé si eso hubiese cambiado algo.
—¿Y si fueran dos hombres? —Miriam dejó unos folios encima de mi mesa—. ¿Crees que se hubieran liado?
—¿Si no son gais? No lo creo.
Miriam se rió.
—El mito de que la bisexualidad está más extendida entre las mujeres que entre los hombres, ¿no?
—No es un mito, es un hecho —contesté y eché un vistazo a lo que me había traído.
—Los hombres tenéis una extraña relación con vuestro agujero del culo. Intocable y tabú. —Hizo un gesto con sus manos como si estuviera mostrando un gran cartel.
—En efecto —contesté sin levantar la vista de los folios—. Y si tienes alguna historia que demuestre lo contrario, te la debes callar.
Miriam volvió a reírse.
—¿En serio quieres que escriba algo sobre esto? —pregunté y dejé los papeles sobre mi escritorio.
—Me parece una buena historia para cambiar.
Reflexioné un momento. ¿Por qué no?, pensé entonces. Pero le daría mi toque de escepticismo.


HISTORIAS HÚMEDAS
EL SEXO ENTRE BARBIE Y KEN

¿Es usted una mujer o tiene usted una hermana a la que le encantaba jugar con su Barbie? ¿Recuerda el momento extraordinario en el que apareció Ken en su vida?
Mi hermana menor jugaba todos los días con ellos, los llevaba de paseo en el coche rosa chicle, les cambiaba de ropa un centenar de veces y los hacía mantener estúpidas conversaciones en la mansión sin pared frontal. Eran absolutamente intocables. No había manera de convencerla para que Barbie diera una vuelta en la nave espacial con mi astronauta.
—¡No y no! Barbie solo quiere a Ken —me decía encolerizada.
Yo ya estaba en la edad en la que uno comenta el fenómeno chica con sus amigos. De tal modo que, aprovechando que mi hermana había salido al dentista con mi madre, entré en su habitación con la clara intención de profanar su santuario.
Ahora no me digan que nunca han hecho lo mismo: desnudar a Barbie y a Ken, ver que no ocultan nada extraordinario debajo de sus ropas y, no obstante, ponerlos en unas posturas dignas de tres rombos (a veces incluso desencajando una pierna a la pobre muñeca). Por supuesto que entró mi hermana en ese momento, y antes de que pudiera tranquilizarla alzó las manos y gritó: “¿Qué haces con mi Barbie?”. Me pasé dos semanas castigado en mi habitación, y me alegré enormemente cuando se rumoreó que Barbie y Ken se estaban divorciando. Cada vez que mi hermana y yo recordamos esa escena nos reímos a carcajada limpia, y nos preguntamos qué clase de sexo mantendrían esos dos personajes de sonrisa perene. ¿Sería un sexo de postureo, tipo: no me arranques el sujetador que es de Dior? ¿O podía ser un sexo salvaje que ponía en peligro el tupé de Ken?
Es posible que existan las parejas perfectas, aquellas que se profesan una devoción mutua y un amor impecable. ¿Pero qué clase de sexo cabe en una relación tan pulcra?
Juzguen ustedes mismos:

Adoro a mi mujer. Llevamos 5 años casados y sigo enamorado de ella como el primer día en que la vi en la tienda de accesorios para cupcakes. Es de esas mujeres que llaman la atención por su atractivo, vaya donde vaya. Pero lejos de sentir celos me siento orgulloso, porque el que camina a su lado soy yo.
Soy modelo de profesión y no me faltan las tentaciones, pero no siento la necesidad de acostarme con otras mujeres. La mía  me da todo lo que necesito, dentro y fuera de la cama. Evitamos discusiones absurdas, nos gusta pasar el tiempo juntos, disfrutamos de una vida  despreocupada en un loft con vistas al mar. El secreto está en tener intereses afines, en dejarse espacio cuando es necesario, en ser capaces de compartir tanto las palabras como los silencios,  y, sobre todo, en respetarse por encima de todas las cosas.
Nota: hasta aquí pensé: Barbie y Ken se reencarnaron.
Y me encanta hacerle el amor. Nos inventamos juegos, tratamos de sorprendernos cada día con alguna nueva postura o algún nuevo lugar donde hacerlo. No tenemos tabúes y nos reímos mucho. Porque el sexo es, ante todo, diversión.
No obstante, hay tres situaciones que me vuelven loco de deseo y que soy capaz de buscar una y otra vez y siempre con la misma excitación.
 La primera es cuando está cocinando. Me acerco por detrás y la dejo sin escapatoria. Claro que siempre descubro que debajo de su falda no lleva ropa interior. Con lo que no sé si la cazada es ella o en realidad lo soy yo.
—Te estaba esperando —dice.
La segunda situación es cuando está hablando por teléfono con alguna de sus amigas. Le doy 5 minutos de cortesía, luego empiezo a seducirla mientras ella mantiene una conversación trivial. Le gusta ponérmelo difícil, como si mis caricias no le afectaran en absoluto.
—Sí, ¿has visto las rebajas? Son de escándalo. Oh sí, sí, sí…
Y cuelga el teléfono en medio de una frase cuando le arranco el tanga.
Y la tercera (Nota: a estas alturas ya leía con los ojos desorbitados) es cuando se está duchando. La observo durante un rato apoyado en el marco de la puerta. Veo su silueta a través de la mampara, cómo se enjabona lentamente, como echa la cabeza hacia atrás para que yo pueda trazar las armoniosas líneas de su cuerpo. Luego me acerco en silencio mientras me desnudo y todo mi cuerpo empieza a palpitar. Ella ya sabe que estoy ahí, aunque disimula muy bien. Abro la mampara y nos miramos sin decir palabra. El agua corre por todo su cuerpo dándole un brillo a su piel que me hace reaccionar de una forma casi dolorosa. Me echo gel en las manos y empiezo a enjabonarla.
—Ya me lo he echado —dice con picardía.
—Creo que… por aquí no te diste bien.
Extiendo el jabón por su cuerpo con suavidad, dejando los pechos para el final. Recorro su espalda, sus nalgas, sus piernas. Pero cuando el deseo está a punto de ahogarme, subo las manos hasta sus pechos. Los aprieto con suavidad, masajeo sus pezones excitados. No existe un placer mayor que el tacto de los pechos de una mujer. El agua se lleva el jabón y empiezo la segunda tanda con mi lengua y mis labios. Aprieto su cuerpo contra el mío. No hay milímetro de su piel que deje sin probar. Huele tan bien, sabe tan bien, su piel es tan tersa. De nuevo dejo sus pechos para el final, como un postre delicioso que me merezco por habérmelo comido todo. Si pudiese elegir una manera de morir, sería ésta, besando sus pechos.
Noto lo excitada que está ella también. Me guía hasta su cara y me mete la lengua en la boca. Su saliva dulce se mezcla con el agua que cae sobre nosotros. Mi deseo late contra su piel. La agarro por las nalgas y la subo hasta que sus piernas quedan alrededor de mis caderas. Me encierra en su prisión y a nuestros sexos no  les hace falta mostrarles el camino. Se encuentran con ansia y se devoran con ardor. La ducha se hace pequeña, tropezamos con la mampara llena de vapor, con la pared azulejada, pero nuestros cuerpos no se separan por nada en el mundo. Se pertenecen, son un único ser. Sus pechos se aprietan contra mi torso.  Ella me gime al oído, juega con su lengua y me arranca una explosión que la hace clavar sus uñas en mi piel. Enarca la espalda  y gime largamente. La adoro, ¡dios, cómo adoro a mi mujer!

Por A. B.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario