Volvía a mi despacho después de sacarme un
descafeinado de la máquina cuando me pareció ver a mi amigo José. No tendría
nada de raro, puesto que me visitaba a menudo, de no ser porque se dirigía
directamente al ascensor sin pasar a verme. Corrí hacia él antes de que
desapareciera.
—Hola —le dije.
Pareció sorprendido de verme, o más bien,
contrariado.
—¿De dónde vienes? ¿No ibas a saludarme? —le
pregunté removiendo el café.
José es un mentiroso excelente. Es capaz de
inventarse las historias más insólitas en menos de un minuto, con tal
convicción que no solo se las cree el que es víctima de su engaño, sino también
él mismo. Así acabó explicándome que sufría de amnesia temporal desde la mañana
y que había cosas que se le olvidaban, como, por ejemplo, a qué había venido a
la redacción.
—Apestas a tu mejor colonia —le dije manteniendo una
expresión pétrea—. Esa que te echas cuando vas de “caza”.
—Te cuento demasiados secretos. —Volvió a llamar el
ascensor—. ¿Qué te parece si bajo a por unos capuchinos en condiciones? Vuelvo
enseguida.
Entré en mi despacho, todavía pensando en el extraño
comportamiento de José.
—Me gustó la historia de las lesbianas —dijo Miriam
entrando detrás de mí. Hice un gesto de no entender nada—. El del repartidor
que resultó ser una repartidora.
—No eran lesbianas —aclaré—. El hecho de que se líen
dos mujeres no significa en absoluto que sean lesbianas. Vosotras sois mucho
más abiertas en ese sentido. Además, la protagonista no sabía que se trataba de
una mujer. Aunque no sé si eso hubiese cambiado algo.
—¿Y si fueran dos hombres? —Miriam dejó unos folios
encima de mi mesa—. ¿Crees que se hubieran liado?
—¿Si no son gais? No lo creo.
Miriam se rió.
—El mito de que la bisexualidad está más extendida
entre las mujeres que entre los hombres, ¿no?
—No es un mito, es un hecho —contesté y eché un
vistazo a lo que me había traído.
—Los hombres tenéis una extraña relación con vuestro
agujero del culo. Intocable y tabú. —Hizo un gesto con sus manos como si
estuviera mostrando un gran cartel.
—En efecto —contesté sin levantar la vista de los
folios—. Y si tienes alguna historia que demuestre lo contrario, te la debes
callar.
Miriam volvió a reírse.
—¿En serio quieres que escriba algo sobre esto?
—pregunté y dejé los papeles sobre mi escritorio.
—Me parece una buena historia para cambiar.
Reflexioné un momento. ¿Por qué no?, pensé entonces.
Pero le daría mi toque de escepticismo.
HISTORIAS HÚMEDAS
EL SEXO ENTRE BARBIE Y KEN
¿Es usted una mujer o tiene usted una hermana a la
que le encantaba jugar con su Barbie? ¿Recuerda el momento extraordinario en el
que apareció Ken en su vida?
Mi hermana menor jugaba todos los días con ellos,
los llevaba de paseo en el coche rosa chicle, les cambiaba de ropa un centenar
de veces y los hacía mantener estúpidas conversaciones en la mansión sin pared
frontal. Eran absolutamente intocables. No había manera de convencerla para que
Barbie diera una vuelta en la nave espacial con mi astronauta.
—¡No y no! Barbie solo quiere a Ken —me decía
encolerizada.
Yo ya estaba en la edad en la que uno comenta el
fenómeno chica con sus amigos. De tal modo que, aprovechando que mi hermana
había salido al dentista con mi madre, entré en su habitación con la clara intención
de profanar su santuario.
Ahora no me digan que nunca han hecho lo mismo: desnudar
a Barbie y a Ken, ver que no ocultan nada extraordinario debajo de sus ropas y,
no obstante, ponerlos en unas posturas dignas de tres rombos (a veces incluso
desencajando una pierna a la pobre muñeca). Por supuesto que entró mi hermana
en ese momento, y antes de que pudiera tranquilizarla alzó las manos y gritó:
“¿Qué haces con mi Barbie?”. Me pasé dos semanas castigado en mi habitación, y
me alegré enormemente cuando se rumoreó que Barbie y Ken se estaban
divorciando. Cada vez que mi hermana y yo recordamos esa escena nos reímos a
carcajada limpia, y nos preguntamos qué clase de sexo mantendrían esos dos
personajes de sonrisa perene. ¿Sería un sexo de postureo, tipo: no me arranques el sujetador que es de Dior?
¿O podía ser un sexo salvaje que ponía en peligro el tupé de Ken?
Es posible que existan las parejas perfectas, aquellas que se profesan una
devoción mutua y un amor impecable. ¿Pero qué clase de sexo cabe en una
relación tan pulcra?
Juzguen ustedes mismos:
Adoro a mi mujer. Llevamos 5 años casados y sigo
enamorado de ella como el primer día en que la vi en la tienda de accesorios
para cupcakes. Es de esas mujeres que llaman la atención por su atractivo, vaya
donde vaya. Pero lejos de sentir celos me siento orgulloso, porque el que
camina a su lado soy yo.
Soy modelo de profesión y no me faltan las
tentaciones, pero no siento la necesidad de acostarme con otras mujeres. La mía
me da todo lo que necesito, dentro y
fuera de la cama. Evitamos discusiones absurdas, nos gusta pasar el tiempo
juntos, disfrutamos de una vida despreocupada
en un loft con vistas al mar. El secreto está en tener intereses afines, en
dejarse espacio cuando es necesario, en ser capaces de compartir tanto las
palabras como los silencios, y, sobre
todo, en respetarse por encima de todas las cosas.
Nota: hasta
aquí pensé: Barbie y Ken se reencarnaron.
Y me encanta hacerle el amor. Nos inventamos juegos,
tratamos de sorprendernos cada día con alguna nueva postura o algún nuevo lugar
donde hacerlo. No tenemos tabúes y nos reímos mucho. Porque el sexo es, ante
todo, diversión.
No obstante, hay tres situaciones que me vuelven
loco de deseo y que soy capaz de buscar una y otra vez y siempre con la misma
excitación.
La primera es
cuando está cocinando. Me acerco por detrás y la dejo sin escapatoria. Claro
que siempre descubro que debajo de su falda no lleva ropa interior. Con lo que
no sé si la cazada es ella o en realidad lo soy yo.
—Te estaba esperando —dice.
La segunda situación es cuando está hablando por
teléfono con alguna de sus amigas. Le doy 5 minutos de cortesía, luego empiezo
a seducirla mientras ella mantiene una conversación trivial. Le gusta ponérmelo
difícil, como si mis caricias no le afectaran en absoluto.
—Sí, ¿has visto las rebajas? Son de escándalo. Oh
sí, sí, sí…
Y cuelga el teléfono en medio de una frase cuando le arranco el tanga.
Y la tercera (Nota:
a estas alturas ya leía con los ojos desorbitados) es cuando se está
duchando. La observo durante un rato apoyado en el marco de la puerta. Veo su
silueta a través de la mampara, cómo se enjabona lentamente, como echa la
cabeza hacia atrás para que yo pueda trazar las armoniosas líneas de su cuerpo.
Luego me acerco en silencio mientras me desnudo y todo mi cuerpo empieza a
palpitar. Ella ya sabe que estoy ahí, aunque disimula muy bien. Abro la mampara
y nos miramos sin decir palabra. El agua corre por todo su cuerpo dándole un
brillo a su piel que me hace reaccionar de una forma casi dolorosa. Me echo gel
en las manos y empiezo a enjabonarla.
—Ya me lo he echado —dice con picardía.
—Creo que… por aquí no te diste bien.
Extiendo el jabón por su cuerpo con suavidad, dejando
los pechos para el final. Recorro su espalda, sus nalgas, sus piernas. Pero
cuando el deseo está a punto de ahogarme, subo las manos hasta sus pechos. Los aprieto
con suavidad, masajeo sus pezones excitados. No existe un placer mayor que el
tacto de los pechos de una mujer. El agua se lleva el jabón y empiezo la
segunda tanda con mi lengua y mis labios. Aprieto su cuerpo contra el mío. No
hay milímetro de su piel que deje sin probar. Huele tan bien, sabe tan bien, su
piel es tan tersa. De nuevo dejo sus pechos para el final, como un postre
delicioso que me merezco por habérmelo comido todo. Si pudiese elegir una
manera de morir, sería ésta, besando sus pechos.
Noto lo excitada que está ella también. Me guía
hasta su cara y me mete la lengua en la boca. Su saliva dulce se mezcla con el
agua que cae sobre nosotros. Mi deseo late contra su piel. La agarro por las
nalgas y la subo hasta que sus piernas quedan alrededor de mis caderas. Me
encierra en su prisión y a nuestros sexos no les hace falta mostrarles el camino. Se
encuentran con ansia y se devoran con ardor. La ducha se hace pequeña,
tropezamos con la mampara llena de vapor, con la pared azulejada, pero nuestros
cuerpos no se separan por nada en el mundo. Se pertenecen, son un único ser.
Sus pechos se aprietan contra mi torso. Ella
me gime al oído, juega con su lengua y me arranca una explosión que la hace
clavar sus uñas en mi piel. Enarca la espalda
y gime largamente. La adoro, ¡dios, cómo adoro a mi mujer!
Por A. B.
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