Todavía no sé cómo me dejé liar para venir a esta
discoteca. En realidad detesto estos lugares donde uno que no baila sólo puede
dedicarse a beber a raudales, ya que conversar es imposible por dos motivos: el
ruido y la ausencia de alguien interesado en hablar. Así que ahí me encontraba
yo un sábado noche, arrimado a la barra con un gin-tonic caldoso en mis manos,
mientras José bailaba la Lambada con un par de chicas. Fueron varios sus
intentos por hacerme saltar a la pista de baile, incluso las chicas me hacían
señas para unirme, pero me limité a sonreírles alzando mi vaso. Me sentía
mareado a causa de la bebida y la música alta, y no dejaba de pensar en los
besos que había compartido con Miriam.
La noche de los hechos habíamos ido a cenar y
ninguno de los dos había vuelto a mencionar lo ocurrido en mi despacho, pero lo
cierto era que seguía ahí en el aire, como una nube indecisa por romper a
llover, al menos por mi parte.
En cuanto a Francesca, no había tenido la
oportunidad de hablar con ella sobre mi patético intento de averiguar quién era
el hombre de la foto sobre su escritorio. Era otra de esas nubes que colgaban
sobre mi cabeza. Donde sí se había desatado una tormenta fue entre mi jefe
directo y Francesca. El motivo no quedó muy claro, ya que la disputa se llevó a
cabo a puerta cerrada en el despacho de él, pero a juzgar por el elevado tono
de voz de ambos, el motivo no debió de ser la estropeada máquina de café.
Miré mi reloj por quinta vez en un minuto. José
estaba esquivando mis tentativas de comunicarle mi huida. Decidí esperar tres
minutos más antes de desaparecer. Miré a mi alrededor, al menos los generosos
escotes me alegraban la vista. Pero estuve a punto de atragantarme con mi
bebida cuando descubrí una cara conocida entre la multitud. Aproveché las
anchas espaldas de un joven aparcado a mi lado para esconderme detrás.
—¿De quién te escondes? —preguntó José cuando me
alcanzó. Estaba sudando por todos los poros.
—Yo me voy —contesté—. Ahí está Margarita. Por dios
que no me vea.
Di la vuelta, pero me quedé helado cuando oí gritar
a José.
—¡Eh, Margarita! ¡Hola! ¡Aquí!
Lo miré incrédulo o más bien furioso, pero él se
limitó a sonreír. Margarita y una amiga, tan maquillada que podría pasar por un
loro, se abrieron paso hacia nosotros. Bebí mi gin-tonic de golpe sintiendo una
patada en el estómago.
—No puedo creer que tengas vida personal. —Margarita
se dirigió a mí antes de presentarnos a su amiga. Estuve tentado de contestarle
que a diferencia de ella mi vida no estaba en boca de todo el mundo, pero sería
provocar una conversación que no me interesaba en absoluto. José soltó sus
cuatro chorradas de cortesía antes de agarrar a la amiga de Margarita y
llevársela a la pista de baile. ¡Cómo detestaba a José! Mi mente ya estaba
maquinando mil maneras de asesinarlo y sentí un súbito placer.
—¿Por qué sonríes? —Quiso saber Margarita.
—Será el alcohol —contesté.
—Qué lástima, pensé que era por la alegría de verme.
La miré un momento tratando de averiguar si estaba
de broma o lo pensaba realmente. Fue entonces cuando me fijé en su generoso
escote, ese que tanto le gustaba lucir. Tuve que admitir que sus pechos estaban
muy bien puestos. No eran ni muy pequeños ni muy grandes. Se movían suavemente
al ritmo de la música. Aparté la mirada. El alcohol me estaba afectando de
verdad. Margarita se rió.
—¿Inspirándote para un nuevo relato?
Sonreí. En el fondo tenía su gracia.
—Supongo que eres de los que no bailan. —Tuvo que
acercarse a mí para hacerse oír. Olía bien, pensé.
—No se me da muy bien.
—Dicen que un hombre que baila bien ama bien.
—Pues seré un mal amante.
—No lo creo. Tal vez muy clásico y muy oxidado, pero
con un poco de práctica…
—¿Clásico y oxidado? —repetí.
—Muy
clásico y muy oxidado —corrigió.
Sonreí. En el fondo seguía teniendo su gracia.
Se acercó más a mí, cuidando que sus pechos me
calentaran el brazo.
—Me estoy mareando. ¿Serías tan caballero de
acompañarme al baño?
—Creo que es mejor que te acompañe tu amiga.
Miramos en dirección a la pista de baile. Sin duda
José estaba averiguando si el maquillaje de su acompañante era comestible.
Suspiré.
—Tranquilo. No voy a comerte. ¿O me tienes miedo?
¿Por qué los hombres siempre caemos en la trampa
cuando se cuestiona nuestra valentía? Margarita se enganchó de mi brazo y
avanzamos pasito a pasito hacia los baños. La cabeza me daba vueltas y ya no
sabía si era ella la que necesitaba de mi ayuda o al revés. Después de lo que
me parecieron quince minutos llegamos al baño de las mujeres. Un oasis para los
hombres sedientos. La liberé de mi brazo, pero ella me miró sin entrar.
—Te esperaré aquí. Lo prometo —dije con tono de voz
de padre indulgente.
—Me siento realmente mal.
—No puedo entrar en el baño de mujeres.
—¿Cómo que no? —Margarita me agarró por una mano y
se abrió paso entre las mujeres, demasiado atónitas para protestar. Me empujó
dentro de un baño y cerró la puerta. El espacio era minúsculo, de modo que me
apreté contra la pared. Nunca había pisado un baño de mujeres, pero después de
esta experiencia no permitiría a ninguna mujer despotricar sobre lo guarros que
los hombres dejamos los baños. Dudé de
que Margarita se fuera a agachar ahí para vomitar si no quería pillar una
enfermedad. Pero Margarita se agachó, aunque no para vomitar.
—Ay, qué mareada estoy —se lamentó apoyándose en mis
piernas. Calculé mis posibilidades de escapar, eran más bien escasas.
Básicamente por dos razones, la primera era porque Margarita ocupaba todo el
espacio hasta la puerta, y la segunda era porque mi miembro viril ya había
decidido que le gustaba la proximidad de la cara de Margarita. Y como ella
tiene un olfato especial para este tipo de ocurrencias, aprovechó la
oportunidad para deslizar sus manos por mis piernas. Alzó la mirada hasta mí y
sonrió.
—Me has engañado —dije tratando de no alzar
demasiado la voz, aunque las mujeres ahí fuera ya se habían olvidado de
nosotros. Sus conversaciones acerca de lo macizo que estaba el DJ llegaron solo
vagamente a mis oídos. Estaba demasiado mareado y excitado para prestarles
atención.
—Jamás habrías venido si te dijera que mi intención
era chupártela. ¿Me equivoco? —Sus manos alcanzaron mi entrepierna. Apoyé las
manos en la pared y la puerta. Había llegado a ese punto donde tu cabeza te
dice: “Eh, esto no es prudente. Trabaja contigo y se acuesta con el jefe”, y
donde el resto de tu cuerpo replica: “A la mierda con la jodida cabeza”. Y como
tenía la perfecta excusa que me daba el alcohol, la dejé hacer. Ni le contesté.
Me excitó su manera de tocarme, y para cuando me
bajó los pantalones mi miembro ya estaba más que despierto. Cerré los ojos.
Creo que cuando empezó a humedecer mi pene con su lengua llegué a comprender
por qué a mi jefe le gustaba tanto Margarita. Era extraordinariamente buena. Ni
mi pene ni mis testículos habían conocido placer igual. Su lengua, sus labios,
sus manos… Margarita sabía emplear sus armas. Tanto que quedé convencido de ser un completo idiota por no
haber cedido a sus insinuaciones antes. Todo a mi alrededor desapareció, la
visión se me borró, y estaba seguro de no poder avisarla a tiempo antes de
estallar. Ella debió notarlo porque ralentizó sus movimientos.
—¡Mírame! —dijo.
Bajé la mirada, ella abrió la boca sin dejar de
mirarme y ese gesto fue tan sumamente perverso y erótico que eché la cabeza
hacia atrás, dando un golpe contra la pared, y me liberé. Noté la presión de
sus dedos, el movimiento de su mano, era tan generosa y me sentí feliz,
increíblemente feliz.
—¡Gracias! —Eso fue lo más estúpido que se me
ocurrió decir. Supuse que seguía bajo los efectos del orgasmo y del alcohol.
—Son cincuenta euros.
Abrí los ojos. Margarita se estaba limpiando con papel
higiénico. Me miró y se echó a reír.
—Anda, vístete, tonto.
Obedecí. De pronto sentí unas ganas impetuosas de
salir de ahí.
—¿Por qué haces estas cosas? —le pregunté.
Ella tiró el papel en el inodoro y me miró. Por
primera vez vi algo así como furia en su mirada.
—¿Por qué hago el qué?
—Ser tan promiscua.
—¿Le haces esa misma pregunta a ese amigo tuyo que
ahora está manoseando a mi amiga o él es un machote?
Nos miramos y sentí que me había puesto en mi lugar.
—Perdona. En serio, perdóname —dije.
Margarita abrió la puerta y me dio una palmada en el
culo que me hizo dar un respingo.
—Anda, salgamos de aquí antes de que te desflore.
Otra de las exquisiteces de esa noche fue ver las expresiones
de las mujeres en el baño cuando salimos.
José y yo cogimos un taxi hasta mi casa. Apestábamos
tanto a alcohol, sudor y virilidad que
el taxista había abierto las cuatro ventanillas a pesar del gélido viento. En
realidad, se lo agradecí.
—Te lo has pasado bien ¿eh? Sí, lo veo en la cara de
idiota que tienes. —José se rió y me dio un empujón.
Lo miré y le sonreí con esa mueca de “te voy a hacer
sufrir un poco”. Pero una vez más me sorprendió su retorcida sabiduría sobre el
sexo.
—Uy, uy, uy, para un silencio tan hermético, una
sonrisa tan maquiavélica y una mirada tan extraterrestre solo puede haber una
razón: se tragó tu felicidad.
Por A. B.