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28 septiembre 2014

Parte 6



Cerré la tapa de mi portátil para irme a casa. Acababa de darle a Miriam los apuntes sobre el sexo en pareja para que fuese echando un vistazo, como me había pedido Francesca. En mi opinión, entre lo recibido hasta ahora, no había gran cosa que contar, pero estaba dispuesto a darle una oportunidad si Miriam me convencía de lo contrario.
Me levanté y cogí la chaqueta, mientras las palabras de Francesca ocupaban mi mente. ¿Podía ser cierto que no creyera en las parejas que disfrutaban de una vida sexual divertida? Abrí la puerta y estuve a punto de tropezar con una mujer con claras intenciones de entrar en mi despacho. Tardé un momento en darme cuenta que se trataba de la mujer de mi jefe.
—Señora García, hola. Su marido no está, salió de viaje.
Ella me miró con una mueca irónica y entró a mi despacho muy a mi pesar.
—Tal vez le sorprenda, pero estoy al tanto de ese detalle—dijo para rematar mi estupidez—. De ese detalle y de otros muchos.
Se quitó la chaqueta, se sentó en una silla libre de papeles y puso el bolso pulcramente sobre sus rodillas. Me tragué un suspiro, cerré la puerta y me senté enfrente de ella.
—¿Puedo ayudarla en algo? —Era la primera vez que hablaba con ella a solas y aproveché la ocasión para confirmar que era una mujer cuya elegancia y clase la dotaban con un erotismo cautivador. Mientras esperé su respuesta, me pregunté cómo era posible que estuviese casada con mi jefe, que la triplicaba en peso y la engañaba con otras.
—Ciertamente, puede. Quiero que escriba la historia que voy a contarle.
—Yo ahora llevo una sección…
—Sobre sexo, lo sé. —Terminó mi frase al ver que la consideraba demasiado pulcra para mencionar esa palabra.
No supe qué decir. Necesitaba historias sobre parejas, pero lo último que me apetecía era escribir sobre el sexo que practicaba mi jefe. Ella notó mis dudas y se rió.
—No se preocupe, no voy a contarle que mi marido se deja los calcetines puestos mientras gime como un jabalí acorralado.
Sonreí para demostrarle mi alivio, pero la imagen que acababa de evocar en mi mente no me abandonaría en la vida.
—No, lo que le voy a contar no tiene nada que ver con mi marido. La historia trata sobre mí.
Entonces me relató una experiencia que había tenido hacía apenas unos meses. Tuve que esforzarme por mantener la boca cerrada. Cuando finalizó, nos miramos un rato en silencio. Yo estaba sorprendido y excitado. Ella sonrió y bajó la mirada por un instante.
—Se preguntará usted por qué he decidido contarle esta historia —observó por fin—.   No pretendo vengarme de mi marido por sus constantes infidelidades, ya que sé que usted no desvelará jamás que esta aventura se la he contado yo. Supongo que lo que quiero es que al menos una de las personas que trabajan aquí deje de mirarme con esa sonrisa compasiva. —Se levantó y la acompañé a la puerta.
—No creo que ninguna mujer tenga que aguantar una situación así. Sobre todo si se trata de una mujer tan hermosa como usted.
Estábamos muy cerca el uno del otro. Ella me rozó la mejilla con la mano y me sonrió.
—Usted sí que sabe hacer feliz a una mujer —susurró. Luego abrió la puerta y se alejó. Nunca he visto a una mujer que desprenda tanta sexualidad cuando se aleja.
Corrí hacia mi escritorio y encendí mi portátil. No quería que se me olvidara ni una sola palabra de lo que acababa de escuchar. Obviamente, iba a cambiar el nombre, pero en lo demás iba a mantenerme fiel.


HISTORIAS HÚMEDAS
LA TEORÍA DE LOS TRES MOSQUETEROS




Era la última noche de uno de esos insípidos viajes de negocios. Mañana a primera hora Beatriz volvería a coger un avión para regresar a casa. Había decidido tomar una copa en el bar del hotel antes de irse a dormir. Necesitaba relajarse un poco o no conseguiría dormir. Miró su reloj, eran las once. Quedaba muy poca gente ya en el bar y el camarero estaba dejando todo listo para el día siguiente.
—¿Desea tomar algo más, señora? —le preguntó mostrando una sonrisa que dejaba deducir el éxito que tenía con las mujeres.
Ella negó con la cabeza y apuró su copa.
—No tiene que marcharse ya. Tenga, la invito a otra copa. —El camarero volvió a llenar su vaso antes de que ella pudiera impedírselo.
—Ya he bebido suficiente —protestó. De hecho, se sentía un poco mareada.
—No tiene que conducir. Y si se siente muy mal, yo mismo la llevaré a su habitación.
Ella se rió y le hizo una mueca de reprimenda.
—Claro. Apuesto a que es un servicio que ofrece a todos sus clientes.
Él le guiñó un ojo.
—No. Sólo a las mujeres hermosas.
Beatriz cogió la copa y tomó un trago. Luego sacó el móvil de su bolso. No había mensaje alguno, como era de esperar. Había hablado con su marido hacía un par de horas. No obstante, deseó tener un mensaje de buenas noches, aunque solo fuera para alejarla de ese camarero que no ocultaba sus intenciones.
Empezaron hablando de la crisis y terminaron comentando que mucha gente aprovechaba los viajes de negocios para ser infieles a sus parejas. Ella acabó confesándole a Felipe, que así se llamaba,  que nunca había engañado a su marido, pero que él no necesitaba mucha parafernalia para bajarse los pantalones. Cuando Beatriz se dio cuenta, se habían quedado solos en el bar. Él no dejaba de mirarla con ese brillo en los ojos que desvela un deseo inmensurable.  Si no subía pronto a su habitación, pensó ella, acabaría por ceder a la tentación.
—¿Le gusta el billar? —preguntó Felipe de forma inesperada. Ella se quedó perpleja. Había esperado una pregunta tipo: “¿Te acompaño a tu habitación?” o, directamente, “¿Te apetece follar?” Esa pregunta la dejó sin respuesta. Se encogió de hombros.
—Mis compañeros y yo solemos jugar un rato después del trabajo. Relaja mucho y aquí abajo no se escucha nada.
Beatriz percibió un ruido y se giró asustada. Vio acercarse a dos chicos que saludaban al camarero con gesto fatigado pero mirada traviesa. Por su mono de trabajo dedujo que debían de ser los que se ocupaban del mantenimiento del hotel. 
—¿Le apetece jugar con nosotros? —preguntó Felipe y salió de detrás de la barra.
—Yo debo irme —contestó Beatriz algo desilusionada. Le había apetecido acostarse con el chico, de hecho sentía un deseo traidor latirle entre las piernas.
—No se vaya —le dijo uno de los de mantenimiento, uno de diminutos rizos rubios—. Puede ser muy divertido. ¿Sabe jugar?
—En absoluto. —Sin saber muy bien cómo, se vio acompañándoles hasta la esquina donde se encontraba el billar.
El otro chico, cuya calva contrastaba de forma grotesca con su poblada barba, le acercó un taco. Pero ella lo rechazó.
—Prefiero mirar —dijo y se sentó en uno de los taburetes. No sabía la razón por la que no se iba simplemente a dormir. Había algo absurdo en ese momento, algo excitante, que la hizo esperar a ver qué ocurría. Vio cómo colocaban las bolas en el triángulo y cómo preparaban las puntas de los tacos con la tiza. Pero justo cuando el barbudo iba a efectuar el saque, Felipe lo detuvo para dirigirse a Beatriz.
—¿Quién cree que va a ganar? —le preguntó y al ver que ella se encogió de hombros,  añadió—: ¿No confía en mis posibilidades? ¿Y si le digo que seré capaz de meter todas las bolas, primero las mías y luego las otras sin dejar si quiera que ellos hagan un golpe?
—Eso es imposible. —Nada más contestar, Beatriz se dio cuenta de que había mordido el anzuelo. Los tres hombres se rieron sin dejar de intercambiar miradas que ella prefería no interpretar.
—Por cada bola que meta, le pediré una prenda. —Felipe la miró sin tapujos y los otros esperaron una respuesta en silencio.
Beatriz notó cómo se le aceleraba el pulso. Sabía que esta era la última oportunidad para irse y ya estaba dudando demasiado. No sabía cómo acabaría esto, pero era incapaz de levantarse. Felipe le sonrió y se dispuso a sacar. El golpe fuerte demostró que era un experto, y las bolas se dispersaron por toda la mesa con tal estruendo que Beatriz dudó de que no se oyera en todo el hotel. Entraron dos bolas lisas.
Felipe la señaló con el taco.
—La blusa y la falda.
—¿Qué estoy haciendo? —pensó mientras se bajó del taburete para desabrocharse la falda y dejarla caer al suelo. Sintió las miradas de los tres cuando se desabotonó la blusa lentamente. Le fascinó imaginarse lo que estaría pasando por aquellas cabezas mientras ella estaba ahí en su ropa interior de encaje negro.
El silencio dejaba escuchar las pesadas respiraciones hasta que Felipe efectuó otro golpe, esta vez con delicadeza, para entronerar otra bola.
—El sujetador.
Beatriz se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el sujetador. Ya no podía detenerse. Deseaba quedarse completamente desnuda ante esos tres desconocidos. Tenía unos pechos hermosos y así lo reflejaban las miradas clavadas en ellos.
—No has sido justo con la señora, Felipe —dijo el chico rubio.
Felipe se inclinó para dar otro golpe.
—No, la verdad es que debí advertirla de que se me da muy bien meter.
Beatriz se apoyó en el taburete. Todo su cuerpo temblaba. Solo deseaba que Felipe metiese otra bola. Y la metió. Pero en lugar de decirle que se bajara las bragas, la miró con esa sonrisa que trataba de ocultar que también él ardía en deseos. Los otros dos se acercaron a él y los bultos de sus pantalones azules no dejaban lugar a dudas de que compartían su sentimiento. De pronto ella fue consciente de su poder.
—¡Pedídmelo! Los tres.
Ellos sonrieron.
—La braga —dijeron al unísono con voz ronca.
Ella obedeció con una lentitud que sabía estaba volviendo locos a sus tres observadores. Y ahí estaba ella, completamente desnuda a excepción de sus zapatos de tacón, expuesta a esas miradas lascivas y bocas abiertas. ¿Qué se suponía que iba a ocurrir ahora? 
—Acércate —dijo Felipe—. Te enseñaré a jugar.
Estas situaciones solo se daban en películas, pensó mientras Felipe se colocó detrás ella y le enseñó como sujetar el taco. Sintió la excitación del camarero palpitar contra su piel desnuda y su cuerpo se amoldó al suyo.
Dos horas más tarde, ya en la oscuridad de su habitación, seguía sin poder dormir. Era imposible borrar el recuerdo de las seis manos recorriendo todo su cuerpo, y cómo éste buscaba aquellas caricias íntimas, enloquecido por un goce que no parecía tener fin. Seguía sintiendo en sus propias manos y boca la virilidad caliente de aquellos desconocidos. Todavía percibía en su espalda el roce del tapiz de la mesa de billar mientras recibía la excitación de los tres hombres entre sus piernas, uno tras otro. ¿Cuántos orgasmos había sentido?  Era imposible recordar en qué momento había perdido la vergüenza para simplemente disfrutar de lo que estaba sintiendo. Lo que sí recordaría para siempre serían las palabras que intercambió con Felipe, una vez hubieran quedado todos exhaustos.
— Espero que haya disfrutado mucho aprendiendo a juega al billar. —Le encantaba que después de la intimidad siguiera tratándola de usted, permitiéndole volver a poner el caparazón de mujer infalible y formal.
—Una técnica que seguro ha enseñado a muchas otras mujeres —le había contestado tratando de volver a vestirse con rapidez.
Felipe se rió con ese encanto que le abría las puertas de todos los dormitorios.
—La verdad es que tenemos una misión. Nos gusta vernos como los tres mosqueteros del placer. Rescatamos a las señoras de su errónea concepción de que dejarse llevar es algo de lo que avergonzarse.

 —En ese caso supongo que estoy en deuda con vosotros.
Felipe le guiñó un ojo antes de que ella saliera del bar.
—No es nada, señora. Vivimos por y para nuestro lema: Una para todos y todos para una.


Por A. B.  

2 comentarios:

  1. Jajaja, muy bueno, si señor. Y me encanta el toque divertido de los mosqueteros. Sigue asi!!!!

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  2. Gracias, Mónica! Yo soy de la opinión de que el sexo ha de ser divertido. Si además, os sonsaco una sonrisa: misión cumplida
    Sigue comentando ;-D

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